Estabas, como de costumbre, recostado contra la pared del campus, un cigarrillo encendido entre los dedos. El humo se alzaba perezoso en el aire frío de la mañana, y vos lo mirabas como si en él se esfumaran tus pensamientos. Era una rutina que repetías casi de forma mecánica, más por inercia que por placer. Quizás, muy en el fondo, lo hacías porque era la única forma de distraerte del peso que te apretaba el pecho cada vez que lo veías a él: Dylan.
Y como si tus pensamientos lo invocaran, apareció. Dylan O'Brien, siempre con esa energía casi insoportable para alguien como vos, tan metido en sus redes sociales y dispositivos, pero con el corazón más grande que jamás habías visto.
—"¿Otra vez?" —resopló, quitándose los auriculares del cuello y frunciendo el ceño con genuina preocupación—. "Sabés que eso te está matando, ¿verdad?"
Le diste una calada lenta, fingiendo indiferencia, aunque la sola visión de él te apretaba el estómago. Te encantaba que se preocupara, aunque supieras que no era por las razones que deseabas.
—"Ya me estás sonando como mi viejo, Dylan" —bromeaste, medio riendo para ocultar el dolor. —"Si tu viejo no te lo dice, alguien tiene que hacerlo" —contestó, como siempre, paternal y terco.
Te sacó el cigarrillo de los labios con un gesto rápido y lo apagó contra la pared con fastidio, como si pudiera borrar también tus sentimientos con ese simple acto. Te miró con esos ojos llenos de determinación, sin entender nunca que lo que realmente te consumía no era la nicotina, sino él mismo.
Él, que jamás te miraría como vos lo mirabas a él.
—"No entiendo por qué seguís haciendo esto" —murmuró, genuinamente frustrado.
Pero no le respondiste. Porque aunque lo supieras, aunque tu corazón gritara la respuesta, nunca se lo podrías decir.
Porque nunca serías correspondido.