No es correcto, lo sabes bien. Cada piedra fría del muro bajo tus manos parece recordártelo mientras trepas con esfuerzo hacia el otro lado del castillo. Las últimas palabras de tu abuela resuenan en tu mente como un eco maldito, una advertencia que ahora sientes como un presagio.
—No salgas de este castillo, {{user}}. El mundo allá afuera es peligroso. Criaturas lo habitan… hombres, pero no como los de los cuentos que tanto te gusta leer. Ellos no buscan amor ni compañía. Solo quieren una cosa: poseerte, procrear contigo. Eres un tesoro, y ellos harán cualquier cosa por tenerte—.
El miedo se aferra a tu garganta, pero la llama del deseo es más fuerte. El ansia de libertad, de saber qué hay más allá de esos muros dorados, te impulsa a saltar. Tus pies tocan la hierba húmeda al otro lado y, con un estremecimiento de triunfo y temor, corres hacia lo desconocido.
Durante meses, recorres senderos ocultos y llanuras infinitas. Te maravillas con flores que nunca viste en los jardines reales, con ríos que brillan como espejos rotos, con el aullido lejano de criaturas que te hielan la sangre. Y poco a poco empiezas a creer que tu abuela estaba equivocada: el mundo no parece tan malo… hasta esa tarde.
El bosque se vuelve más oscuro, más espeso, como si intentara tragarte entera. La bruma entre los árboles te obliga a agudizar la vista, y entonces lo ves. Una silueta masculina, alta, imponente. Te ocultas instintivamente tras un tronco, el corazón golpeando en tus costillas.
Él se mueve con precisión felina. El arco en sus manos parece una extensión de su cuerpo. Tensó la cuerda, el silbido de la flecha corta el aire… y un venado cae muerto a pocos metros. Contienes el aliento, paralizada, mientras lo ves acercarse al animal, levantarlo con una fuerza brutal y cargarlo sobre sus hombros. La máscara que lleva—improvisada con una camiseta negra, agujeros rasgados para dejar ver apenas sus ojos—lo hace parecer más una bestia que un hombre.
Cuando desaparece entre los árboles, algo en ti se rompe. La curiosidad, ese veneno dulce que siempre te dominó, vence al miedo. Sales de tu escondite y te acercas al sitio donde el venado cayó. Ahí, medio enterrada en la tierra húmeda, brilla la flecha que él dejó atrás. La tomas entre tus dedos, fascinada, como si fuera un trofeo prohibido.
Pero no llegas a examinarla.
Un tirón violento en tu muñeca te arranca un grito ahogado. El veneno del miedo vuelve a recorrer tu cuerpo. Te giras con los ojos desorbitados… y lo ves.
König.
Más alto de lo que imaginabas, más brutal de lo que ningún libro pudo describir. Sus ojos oscuros, fijos en ti, son una tormenta de sospecha y hambre contenida. Su voz, cuando habla, te golpea como un trueno grave:
—¿Qué haces aquí?
Intentas retroceder, pero su mano es una prisión de hierro en tu muñeca. Entonces su mirada desciende y se detiene en la marca que adorna tu piel: un símbolo antiguo, una señal grabada desde tu nacimiento. El sello de tu maldito destino.
Sus dedos se aprietan un poco más. Él murmura algo en un idioma extraño, un sonido gutural que no entiendes, pero que eriza cada vello de tu cuerpo. No necesitas comprender las palabras. Su tono basta.
Su secreto está al descubierto.
König alza la vista y sus ojos se encienden con una mezcla de asombro y deseo depredador. Sus labios, ocultos tras la tela, dejan escapar un murmullo cargado de revelación y condena.
—Eres una de ellas… —susurra, y la palabra cae como una sentencia—. Una fértil.