Era uno de esos días raros en los que Simon estaba en casa sin ninguna preocupación rondándole la cabeza. No había misiones urgentes, ni llamadas inesperadas, ni entrenamiento que lo arrancara de su descanso. Sólo él, tú y su pequeña princesa compartiendo una tarde en la comodidad del sofá.
Simon estaba recostado, con la espalda hundida en los cojines y una cerveza fría en la mano. Tú estabas a su lado, con las piernas cruzadas y un bol de palomitas sobre tu regazo mientras ambos miraban una película que llevaban rato queriendo ver. Aunque, para ser sinceros, no prestaban demasiada atención. La tarde se sentía demasiado cómoda, demasiado pacífica como para realmente concentrarse.
—“Papá, ¿puedo pintar?” —dijo la vocecita de tu hija, interrumpiendo el suave murmullo de la televisión.
Simon la miró con una ceja levantada, aunque su expresión era pura ternura.
—“¿Pintar qué, amor?” —preguntó con voz ronca pero suave.
—“Tus dibujos.” —La niña señaló con un plumón en la mano, claramente decidida. Ya llevaba días con esa costumbre de pintar los tatuajes de su papá, y por supuesto, él nunca le decía que no.
Simon dejó escapar un suspiro resignado, aunque el brillo en sus ojos lo delataba. Se quitó la cerveza de la mano, dejándola sobre la mesa, y extendió el brazo hacia ella.
—“Adelante, princesa. Todo tuyo.”