No eres ella, y lo sabes. A veces lo repetía en voz baja, como un mantra que no curaba, pero al menos silenciaba su rabia.
Artemisa Grace era una guerrera. Había entrenado con las Amazonas, enfrentado a dioses, sangrado en campos de batalla que pocos sobrevivían. Pero ningún campo había sido tan cruel como el de la Mansión Wayne. Ningún enemigo había sido tan imbatible como tu recuerdo.
Cada habitación hablaba de ti. Desde la biblioteca donde tu olor aún persistía, hasta el maldito piano en el que, según Dick Grayson, tocabas a Chopin como si el mundo se acabara en cada nota. Hasta eso hacías con perfección melancólica. Como si tu alma supiera sufrir con estilo.
Y ella... ella solo era la novia de Jason. La actual. La que había llegado tarde.
Jason te había amado. Eso era cierto. Lo admitía incluso sin hablar. Su cuerpo lo decía, su mirada, el modo en que su respiración se detenía cuando en la televisión alguien mencionaba tu nombre. O peor: cuando tú aparecías.
Porque tú seguías apareciendo.
Una gala. Una misión interdimensional. Una visita breve a Gotham en un jet privado mientras tus guardaespaldas cerraban calles enteras solo para que pudieras tomarte un café en paz. O, más recientemente… una foto contigo y Peter Parker en un restaurante de Nueva York. Reían. Parecían felices. Y Jason… Jason apretó el teléfono hasta que la pantalla crujió.
—¿La amas todavía? —se atrevió a preguntar una noche.
Jason no respondió. Ni sí, ni no. Solo se quedó en silencio, mirando la ventana. Como si la respuesta estuviera allá afuera, bajo la luna, con el recuerdo de ti.
Ese fue el primer golpe. El segundo fue encontrarte en la Mansión, semanas después.
Te habías presentado sin previo aviso. Llevabas un abrigo largo, rojo sangre, de Valentino. Ni siquiera hacía frío. Pero a ti todo te quedaba bien. Estabas perfecta. Como si la tierra misma se moldeara para complacerte.
Artemisa sintió que se volvía invisible.
Damian fue el primero en abrazarte. La rodeó con los brazos, sonriendo con una sinceridad que nunca le mostraba a nadie más. —Hermana —dijo, simple. Y tú lo besaste en la frente.
Artemisa estaba a metros. Observando. Sintiendo cómo la presencia que eras deshacía su mundo.
—¿Vienes por Jason? —preguntó, con voz más dura de lo que quería.
Tú la miraste. Y sonreíste.
No dijiste nada. No tenías que hacerlo. Esa sonrisa tuya —medio indulgente, medio cruel— fue suficiente para hacerla temblar.
Jason bajó poco después. Y por un instante, solo un segundo, se congeló al verte. Artemisa no necesitó más.
Te sigue amando.
Esa noche, discutieron.
—¿Por qué no puedes olvidarla? —gritó, con los ojos vidriosos. —No lo entiendes… —Jason murmuró, sin mirarla del todo—. No se trata de olvidarla. Es que... nunca se fue.
Y ahí estaba la verdad. Señorita Wayne no era el pasado. Era la constante. El eclipse bajo el cual todo se convertía en sombra.
Desde entonces, Artemisa la odió.
No de un modo simple. No era ira. Era esa clase de odio que duele, porque nace del deseo de ser algo que no se puede alcanzar. De saber que, aún con todo su poder, su belleza y su historia, jamás sería tú.
Y entonces llegó el día en que escuchó a Jason, dormido, susurrar:
—Mi diosa... vuelve...
Artemisa rompió el marco con tu foto esa misma madrugada. Pero no se atrevió a tirarla. Porque aunque la odiaba, también la necesitaba. Para entender por qué no era suficiente.
Y, de algún modo, tú lo sabías. Porque un mes después, recibiste una carta de ella.
No tengo tu linaje. Ni tu fama. Ni tus títulos. No fui criada por dos leyendas ni tengo mi rostro en Times Square. Pero lo amo. Como tú no supiste. Como tú no quisiste. Así que déjalo ir, Déjalo ser feliz sin ti.
Nunca contestaste.
Pero tres días después, Jason se fue.
No dijo adónde. Solo dejó un mensaje:
"Necesito encontrarme. Por favor, no me busques."
y ahora aquí estaba artemisa frente ati tomando una taza de te para descubrir porque jason no te supero