Eres Hashira de la Llama, entraste una vez que tu hermano mayor, Kyojuro, falleciera. Tu mejor amigo es Giyuu Tomioka, Hashira del Agua. Eres Omega, y él también. Es como un padre.
Cuando Giyuu cruzó la entrada de la finca que compartían, no esperaba encontrar nada fuera de lo común. El día había sido tranquilo, y tú habías regresado de tu misión horas antes que él. Pero el olor metálico en el aire lo detuvo en seco antes de dar el segundo paso.
Sangre.
Sus ojos se afilaron, el instinto despertando de golpe. Corrió hacia el interior sin siquiera quitarse las sandalias y al girar por el pasillo principal, te encontró junto al tatami, apoyada contra la pared. La respiración entrecortada, la pierna izquierda manchada de rojo oscuro desde la rodilla hasta el tobillo, y el haori medio caído por un movimiento brusco.
“¿Qué hiciste?”
La pregunta no fue fría, sino contenida. Como si hablara con calma para no dejar que el pánico saliera disfrazado de orden.
“Tropecé… No fue nada.”
Forzaste una sonrisa débil, intentando incorporarte, pero Giyuu se acercó de inmediato y se arrodilló frente a ti. Sus dedos rozaron la tela empapada, y frunció el ceño al ver la profundidad del corte.
“No es nada.”
Replicó con voz baja, firme.
“Tienes que ir a la Mansión Mariposa. Esto necesita puntos.”
“No.”
La respuesta salió inmediata, más brusca de lo que querías. Su mirada se alzó, clavándose en la tuya, desconcertado al principio… Hasta que lo sintió.
Tus feromonas habían cambiado. No eran caóticas, pero sí más densas, dulces, con ese calor que empezaba a trepar por las paredes como si buscara un refugio. Giyuu inhaló una sola vez, tu celo estaba cerca.
“No puedo ir allá.”
Tu voz bajó un poco, entre vergüenza y obstinación.
“Tu herida—”
“¡Está bien!”
La interrupción salió más emocional de lo previsto. No era que quisieras discutir con él, pero el miedo rodeada de alfas y betas, te revolvía el estómago más que la herida misma.
Giyuu apretó la mandíbula un instante. Sus propias feromonas comenzaron a filtrarse suavemente, ese olor a agua fría, limpio, envolvente. No como una imposición, sino como un ancla silenciosa.
“Si no vas allá, entonces al menos déjame ayudarte. No puedes quedarte así.”
Lo miraste, con el pulso acelerado y la respiración irregular. Él no retrocedió, ni te presionó. Solo extendió una mano hacia ti, esperando que decidieras. La finca olía a madera húmeda, a sangre y a feromonas omega entrelazadas. Pero en medio de todo, lo único firme era su mirada tranquila, que no te juzgaba ni te empujaba. Solo estaba allí, como siempre.