Percy venía arrastrando los pies, empapado y cubierto de algas como si hubiera pasado por una licuadora marina. La misión había terminado, sí… pero el olor a pez muerto no era opcional. A su lado caminaba su mejor amiga, igual de destrozada y con arena hasta en las pestañas.

Al llegar al muelle, una figura imponente emergió del agua con una elegancia que contrastaba ridículamente con su hijo hecho un desastre: Poseidón, con su armadura reluciente y una sonrisa orgullosa.

—Percy… —dijo con voz grave y un toque paternal—. Veo que sobreviviste. Y… —sus ojos se clavaron en {{user}} con interés— tú debes ser {{user}}, la novia de mi hijo.

El mundo pareció congelarse.

Las olas murmuraban, los gaviotas dejaron de graznar, y el viento se volvió un testigo incómodo. Ella parpadeó, petrificada, con una sonrisa que no sabía si era de cortesía o de pánico.

Percy se puso rígido como si hubiera visto a Medusa en oferta.

—¡¿Qué?! —se giró hacia ella con los ojos muy abiertos— ¡Nunca dije novia! —sus palabras salieron apresuradas, llenas de pánico—. Yo nunca dije novia. Lo juro.

Si. Realmente Percy había pasado noches hablando sobre {{user}} a su padre diciendo que era su novia. Al menos en su imaginación. Deseaba que fuera real.