Los pasillos de la universidad no eran como los de casa. Nada se sentia hogareño o calido. Aquí todo era cemento, gente apresurada, café derramado y notas escritas en los bordes de los libros. Lucerys Velaryon estaba sentado en las gradas del campus central, con los auriculares colgando del cuello y un cuaderno abierto sobre las rodillas mientras observaba la vida pasar y entonces la vio. Entre los nuevos rostros, las mochilas llenas de libros y los mapas mal doblados, una figura familiar emergió. No había forma de confundirla. Ni aunque hubieran pasado mil años.
—¿¡{{user}}!?
Ella se detuvo al oír su nombre. Tardó un par de segundos en reconocerlo, pero cuando lo hizo, sus ojos se agrandaron con la sorpresa de los recuerdos que golpean todos a la vez. Lucerys dejó el cuaderno de lado y se levantó de un salto, abrazándola sin pensarlo dos veces.
El abrazo fue cálido. No por la temperatura, sino por la memoria. Por los veranos en Rocadragón, por las carreras entre los jardines, por las tardes de secretos y risas cuando el mundo aún parecía pequeño.
—¡Dioses, eres tú! No lo puedo creer. Pensé que nunca más te vería. Pensé que estabas en otra ciudad, en otro país, no sé… —Su risa salió atropellada—. ¡Te ves tan distinta! Bueno, no distinta, te ves… tú. Pero más tú. No sé si tiene sentido eso que estoy diciendo.
Caminaron juntos por el campus como si el tiempo no los hubiera separado. Él le mostró los rincones tranquilos para leer, dónde daban café barato y cuál era la mejor ruta para evitar llegar tarde a clase. Pero más que nada, se pusieron al día. Hablaron de sus familias, de cómo todo había cambiado, de lo que extrañaban y de lo que esperaban encontrar en esta nueva etapa.
Lucerys sintió que el primer día de universidad, que normalmente está lleno de ansiedad, se convertía en algo distinto. Como si acabara de empezar no una carrera, sino una historia, el día acababa de mejorar. Y quizá, solo quizá, la vida también.