No tenía pensado salir aquella noche. La semana había sido un infierno: trabajo, exámenes, drama con mi ex… Pero mis amigas insistieron en que necesitaba desconectar. El plan era sencillo: copas, risas y olvidarse de todo. Nada de líos. Nada de chicos.
Pero ahí estaba él.
Pablo Gavi.
Apareció como si alguien le hubiese escrito el guion perfecto para arruinarme los planes. Camiseta negra ajustada, cadena al cuello, la sonrisa torcida y esa mirada que te jodia la cabeza. Estaba apoyado en la barra del reservado, como si el local fuera suyo, como si supiera que todas las miradas terminarían clavadas en él.
Y por supuesto, la mía también.
—¿Tú no eres el del Barça? —le solté con el morro fino, copa en mano.
—Depende. —me miró de arriba abajo con descaro—. ¿Tú quién eres para preguntarlo con esa boca?
Sonreí, medio ofendida, medio encantada.
—La que va a ponerte los pies en el suelo, si te vienes muy arriba.
—Pues hazlo, anda. Que últimamente nadie me baja de ahí —dijo, inclinándose lo justo para que su voz me rozara el oído—. Aunque con esa mirada… igual no quiero bajarme.
Joder. Qué descarado. Y qué cabrón.
Charlamos, bebimos, reímos. Y cuanto más hablábamos, más me odiaba a mí misma por caer en su juego. Porque lo sabía. Era de esos que te lo dan todo en un momento y al siguiente desaparecen. Se le notaba en la forma de mirar, de hablar, en cómo se acercaba justo lo suficiente para que le sintieras cerca… pero sin prometer nada. Era un experto en jugar al borde.
La canción “Mala Mujer” empezó a sonar por los altavoces, y noté su mirada clavada en mí.
—¿Esa eres tú? —bromeó, acercándose aún más, con una sonrisita de medio lado—. ¿La mala mujer que me va a romper el corazón esta noche?
—Depende. ¿Tú eres el tonto que se enamora de ella?
Se rió, suave, como si le hubiese encantado mi respuesta. Me cogió de la cintura y me arrastró sin preguntar al centro de la pista.
—Si me vas a romper, al menos que sea bailando, ¿no?
Bailamos pegados, peligrosamente cerca. Su mano en mi cintura bajaba centímetro a centímetro sin disimulo. Me rozaba el cuello con los labios cuando se inclinaba a decir cualquier tontería al oído, y yo le seguía el juego, sabiendo perfectamente que me estaba metiendo en la boca del lobo.
Sus dedos se enredaron con los míos en un gesto que parecía más íntimo que todo lo demás.
—Tienes algo —me dijo al oído, con esa voz ronca que parecía un pecado—. No sé qué es, pero… me jodes la cabeza, guapa.