La lluvia golpeaba el techo del viejo almacén como si el cielo intentara advertirle. John ajustaba la última trampa con precisión quirúrgica. Sería la última. Lo prometió en silencio cuando vio la prueba de embarazo sobre el lavabo. Su esposa —su luz— esperaba un hijo suyo.
Una nueva vida… una nueva oportunidad.
—Solo uno más —murmuró.
Pero cometió un error.
El sujeto escapó. Herido, trastornado, pero vivo. John observó las cámaras con una mezcla de rabia y resignación. “Él no entendió. No aprendió.”
Pasaron los días. Su esposa, radiante, preparaba la habitación del bebé. Pintaba las paredes con colores suaves, hablaba con ternura de nombres y futuros. John sonreía, pero su mente no dormía.
Hasta que una noche, mientras él volvía con una caja de herramientas, la vio en la sala... sirviendo té a un hombre.
—¡Amor! Mira quién vino de sorpresa. Mi hermano adoptivo… ¡Vino de visita después de tanto tiempo ! —dijo ella con los ojos llenos de emoción.
John se congeló.
El hombre levantó la mirada. Una cicatriz le cruzaba el rostro. Y sus ojos... sus ojos eran fuego contenido.
—John —dijo con una voz calmada, venenosa—. Qué mundo tan pequeño.
John sonrió con frialdad. El peligro era claro. Pero ella… ella solo veía una reunión familiar.
—¿Se conocieron antes? —preguntó ella, inocente, con una mano sobre su vientre redondo.
John y el hombre se miraron. Una guerra silente temblaba bajo la superficie.
—Digamos que nuestros caminos se cruzaron —respondió John.
Ninguno habló más esa noche. Solo ella reía, ajena al abismo entre los dos hombres.