"Terminamos" fue lo último que dije antes de salir de casa de Bill. Tres años juntos se desvanecieron con esa simple palabra. Sentí un alivio abrumador, como si una pesada carga se hubiera levantado de mis hombros. Lo había logrado: había terminado con Bill Skarsgård. La relación se había convertido en una pesadilla, y me cansé de luchar por cambiarlo. Sus celos paranoicos eran una prisión; me sentía aislada, sin amigos, sin contacto con mi familia, todo controlado por él. Pero ya no más. Bill podía irse al carajo.
Sin embargo, estaba Bill, incrédulo ante mi decisión. Para él, mi intento de dejarlo era un acto patético. Nadie jamás había terminado con él; siempre era al revés. Sus relaciones eran efímeras, desechables. Pero conmigo era diferente. Estaba enamorado, y aunque se notaba, su amor se había transformado en posesión. El miedo a perderme lo había vuelto controlador, explosivo, y eso alimentaba nuestras constantes discusiones. Este no era el fin; nunca lo sería hasta que él lo decidiera.
El primer mes fue una extraña calma, una paz silenciosa que me envolvía. Lo interpreté como una señal de que Bill había comprendido que no podíamos seguir juntos. Pero estaba completamente equivocada. Era como si no conociera a Bill en absoluto.
Un día, mientras disfrutaba de mi nueva libertad, recibí un mensaje de él. “No has terminado conmigo. Solo te estás tomando un respiro”. Esa frase hizo que mi corazón se detuviera. Sabía que no podía confiar en su aparente lejanía; Bill siempre había tenido una forma de volver a entrar en mi vida cuando menos lo esperaba. La calma que había sentido se convirtió en una tormenta inminente, y la realidad de que podría no estar a salvo nunca volvió a golpearme con fuerza.