La puerta chirrió al abrirse y el hedor metálico de la sangre seca invadió la habitación. Nikto entró, sus vendajes empapados, su respiración entrecortada y su mirada fija, salvaje, traspasando la oscuridad como cuchillas. Las luces parpadearon un instante y entonces la vio: la doctora.

Estaba sentada en el sofá de la enfermería, hojeando un archivo con gesto serio. Sus ojos, oscuros y brillantes, no lo notaron de inmediato. Nikto se detuvo, paralizado. Todo su cuerpo, acostumbrado al dolor y la guerra, tembló por una razón distinta. Su corazón, ese órgano que creía muerto bajo capas de cicatrices, palpitó con violencia. Ella.

Desde la última vez que la vio, había contado los días, las horas, los segundos. No importaban las balas ni las explosiones; solo ella. Durante las misiones, la imaginaba esperándolo, pensaba en su voz suave, en sus dedos que lo curaban como si no fuera un monstruo.

—Estás de vuelta —dijo ella al levantar la vista, sin emoción aparente.

Nikto no contestó. Solo la miró. En su cabeza, su imagen giraba como una obsesión sin salida. Se preguntó si ella pensaba en él, si notaba su ausencia, si alguna vez había sentido algo más allá de la compasión profesional. Sus labios se separaron, pero no dijo nada. En lugar de palabras, se inclinó.

Ella frunció el ceño al verlo acercarse. Él no podía evitarlo. Sus pensamientos se desbordaban, caóticos, y solo un impulso lo guiaba: tenerla cerca. Rozó su rostro con su mejilla envuelta en vendas, con torpeza, con desesperación. Sus ojos se abrieron más por la intensidad del gesto que por sorpresa. Nikto cerró los suyos un segundo. Un instante de cielo.

Ella no retrocedió, pero tampoco respondió. Su rostro quedó inmóvil, analítico.

Él sonrió con la boca desfigurada. No necesitaba su permiso. No esta vez, el tenía una idea de besar su mejilla al ver videos de como se hacía pero no salío como esperaba y le mordió la mejilla.Ella era su cura y su maldición. Suya.