El miedo se había convertido en tu sombra. Desde el momento en que viste las dos líneas en la hierba de luna, supiste que tu vida ya no era tuya.
Aegon lo supo antes que nadie. Había estado ebrio cuando pasó, como casi siempre, pero aun así lo recordaba con claridad: la forma en que te había atrapado en los pasillos de la Fortaleza Roja, la forma en que te había devorado con besos desesperados, la forma en que tu cuerpo había temblado bajo el suyo.
No fue amor. No al principio.
Pero ahora, con la certeza de que llevabas su hijo, algo en él cambió.
—No se lo digas a nadie —te susurró en la penumbra de su habitación, con el rostro más serio de lo que jamás lo habías visto—. Mi madre no permitiría que esto siguiera.
Sabías lo que significaba. Alicent Hightower ya había silenciado a otras mujeres antes. Te daría una bolsa de oro, una orden, y haría desaparecer tu bebé antes de que alguien pudiera siquiera murmurar la verdad.
Pero Aegon no quería eso.
—Te quedarás aquí —decidió, con una firmeza que no parecía propia de él—. Nadie debe saberlo.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntaste, abrazándote el vientre.
—Hasta que sea seguro —respondió. Pero ni él mismo sabía cuándo lo sería.
Los días pasaron y su actitud cambió. Te visitaba en secreto, no solo para asegurarse de que estabas bien, sino porque parecía necesitarlo. Nunca había tenido algo que realmente fuera suyo, algo que no pudiera ser arrebatado por su madre, por su abuelo, por la guerra. Pero tú y el bebé… eran suyos.
Por primera vez en su vida, Aegon II deseaba proteger algo más que su propio placer.
Y haría lo que fuera para asegurarse de que no te arrebataran a ti también.