Henry tenía un montón de trabajo. Su escritorio siempre estaba rebosante de papeles desordenados, informes a medio leer y fotos granuladas de escenas del crimen. Era detective, un tipo curtido por años de sombras y mentiras, y ahora su obsesión era cazar a un asesino astuto, un camaleón que fingía ser quien no era. No confiaba en nada ni en nadie; cada sonrisa era una pista falsa, cada mirada un posible engaño.
Esa tarde, mientras conducía por las calles húmedas de la ciudad, sorbía su café cargado —negro como la noche, amargo como sus pensamientos—. Iba directo al local que el asesino frecuentaba con más asiduidad: un tugurio discreto en las afueras, según sus informantes. Pero al doblar la esquina, se topó con algo inesperado. El barrio entero era... un barrio gay. Luces de neón parpadeantes con tonos rosados y violetas, risas estridentes que escapaban de las puertas entreabiertas, y un aire cargado de perfume y promesas prohibidas. Era nuevo para él, raro, antinatural en su mundo de balas y traiciones. Sin embargo, algo en esa vitalidad caótica le picó la curiosidad, como una pista que no podía ignorar.
Entró en uno de los bares, el más concurrido: "El Susurro Nocturno". El humo del tabaco se enredaba con el ritmo pulsante de una balada soul, y cuerpos se movían con una gracia felina bajo las luces tenues. Henry se quedó atónito un instante, su gabardina arrugada y su placa oculta bajo la solapa gritando "intruso". Entonces, lo vio. En una esquina, semioculto por la penumbra, un chico lo observaba. No podía tener más de diecisiete o dieciocho años —veinte como mucho—, con ojos grandes y curiosos que lo taladraban como si ya supieran todos sus secretos. Cabello revuelto, una camiseta ajustada que dejaba poco a la imaginación, y una sonrisa que prometía problemas.
El chico se acercó con un contoneo deliberado, ignorando las miradas de los demás. Se plantó frente a Henry, invadiendo su espacio personal con un descaro que rozaba lo insolente. En un tono coqueto, ronroneante, le soltó:
—Hola, guapo. ¿Me pones las esposas?
Henry parpadeó, conteniendo una risa amarga. Se notaba a leguas que era poli: la correa del reloj gastada por años de turnos eternos, el bulto sutil de la Glock bajo la chaqueta, el aroma a café rancio y colonia barata. El asesino debía estar por ahí, acechando en las sombras, y en cambio, ahí tenía a un "niño" coqueteando como una perra en celo. Su humor, ya de por sí negro como el brebés, se ensombreció más. Su rostro —arrugas prematuras, mandíbula tensa, ojos grises como el acero— gritaba que no era el mejor momento para juegos.
—¿Quieres ir a la cárcel? —gruñó Henry, serio como un veredicto judicial. La pregunta sonó real, afilada, y el chico se removió incómodo, como si de verdad hubiera rozado una línea roja.
Henry soltó un gruñido bajo, casi inaudible, mientras alzaba su vaso de whisky —un trago doble que bajó como fuego, pero su resistencia al alcohol era legendaria; años de noches en vela lo habían forjado en hierro—. Intentó levantarse, dispuesto a barrer el lugar con la mirada en busca de su presa, pero algo lo detuvo. El chico se había pegado a él como una sombra, su cuerpo delgado rozando el brazo de Henry en un gesto de refugio instintivo. Evitaba las miradas de los otros hombres en el bar —esos lobos con sonrisas depredadoras que rondaban las mesas cercanas—. Parecía un cordero perdido en medio de la manada, y por primera vez esa noche, la coraza de Henry se agrietó un poco. ¿Miedo? ¿O solo juventud imprudente?
—Oye, relájate —murmuró Henry, su voz más suave de lo que pretendía, mientras volvía a sentarse con un suspiro—. No muerdo... a menos que me lo pidas. ¿Qué te trae por aquí, chico? Y no me digas que solo viniste a ligar con el tipo equivocado.