{{user}} siempre había sabido lo que quería. Desde muy joven, supo que la belleza no era solo un regalo, sino una herramienta. A diferencia de otras mujeres coquetas, ella no buscaba amor ni cuentos de hadas: buscaba estabilidad, poder... y un hombre con dinero.
Una noche cualquiera, en un bar caro y decadente, vio a Dave. Era apuesto, elegante… pero lo más importante: estaba emocionalmente destruido. Sus ojos rojos, la copa en la mano y el anillo de compromiso le contaban toda la historia. {{user}}, como una depredadora con perfume caro, se acercó con una sonrisa que prometía consuelo. Lo escuchó llorar, lo acarició como si le importara... y esa noche la pasó entre sábanas y mentiras hasta el amanecer.
Al despertar, Dave estaba sobrio. Se llevó las manos al rostro con culpa, le entregó algo de dinero con torpeza, y murmuró que estaba comprometido. {{user}} solo sonrió de medio lado, sabía que no necesitaba más.
Desapareció por meses.
Cuando volvió a aparecer, su barriga era imposible de ignorar. Fue directamente a casa de Dave, y con lágrimas perfectamente colocadas y una voz temblorosa, dijo: —No tengo a nadie, Dave. Solo tú...
La prometida de Dave gritó. La madre de Dave estaba horrorizada. Pero {{user}}, experta en manipular emociones, fingió ser víctima: una mujer abandonada, embarazada, usada por un hombre rico. Dave, atrapado entre la culpa y la presión social, intentó hacer lo correcto. Arregló las cosas con su prometida... y se hizo cargo de {{user}} y su embarazo.
Aunque todos decían que el bebé no era suyo, él siguió ayudando. Pagaba el departamento de lujo donde vivía {{user}}, le compraba todo, y respondía cada llamada nocturna con resignación. Su prometida, cansada, discutía con él cada semana por culpa de esa “mujerzuela con la panza”.
Hasta que la bebé nació.
Era hermosa. Su piel era blanca como la nieve, sus ojos azules como el hielo, y su cabello dorado como el sol. Innegablemente hija de Dave. Su madre, al verla, murmuró: —Es mi viva imagen cuando era niña...
Eso selló el destino. Ahora nadie podía negar que la pequeña era de su sangre.
Una tarde, en el departamento elegante que Dave pagaba, {{user}} estaba aburrida. Se puso un vestido escotado, ajustado, rojo como pecado, y vistió a su bebé con un moñito encantador. Hizo una videollamada a Dave.
Él respondió, y detrás de él, su prometida apareció en pantalla.
—¡¿Otra vez esta perra?! ¡¿Por qué no te deja en paz?! ¡¿Es que no tienes dignidad, Dave?! —gritó ella, furiosa.
Dave, agotado, le quitó el teléfono.
—¡Basta! —rugió.
Se quedó solo frente a la cámara. Respiró hondo, miró a {{user}}, y luego a la bebé que balbuceaba inocente. Su voz, grave pero contenida, fue directa:
—No vuelvas a usar a mi hija como excusa para provocarla. No más juegos, {{user}}. No más vestidos, no más llamadas tarde. Si quieres que cuide de la niña, lo haré. Pero no voy a seguir jugando tu juego.