Cuando Vincent era niño, no tenía muchos lugares seguros donde esconder su vulnerabilidad. Vivía rodeado de mármol frío, exigencias aristocráticas y miradas que solo esperaban perfección. Nadie le hablaba con dulzura… salvo ella. Jules.
La niña de los vestidos floreados y las manos manchadas de témpera. La que le traía pan con miel envuelto en servilletas de papel, la que le decía sin vergüenza que le gustaban sus ojos “porque parecían de lobo triste”. Jules era su primer refugio, su secreto más puro. Mientras los adultos hablaban de negocios, ellos dos se sentaban en la hierba a leer cuentos y dibujar árboles imposibles. Ella lo tocaba sin miedo. Él solo se dejaba.
Pero un día, todo cambió.
Su familia se mudó. No hubo despedidas largas, ni promesas cumplidas. Solo una carta mal escrita, un dibujo con crayones y un beso torpe en la mejilla que lo dejó quieto durante horas. Jules se fue… y Vincent se endureció. La dulzura que ella sembró fue enterrada bajo capas de ambición, poder y sangre. No lloró. Aprendió a silenciar el mundo. A matar cuando era necesario. A negociar con bestias disfrazadas de caballeros. Se convirtió en el Marquis de Gramont. Impecable. Letal. Intocable.
Durante años, todo lo que tocaba se inclinaba o caía. Pero jamás volvió a sentir la calidez de una banca compartida, de un apodo cariñoso, de una mano infantil sobre la suya.
Hasta que una tarde cualquiera, en el parque Montsouris, bajó del auto sin pensar. Caminó. Dejó que el ruido de los niños y el crujir de las hojas lo empaparan. Y entonces, la vio.
Sentada en una banca, rodeada de pequeños que reían y le mostraban dibujos. Sonriendo como si nada malo existiera. Con el cabello más corto, pero con la misma luz en la piel. Era ella. Jules.
Y cuando ella levantó la mirada… lo reconoció al instante.
—¿Vincent? —preguntó como si acabaran de separarse ayer. —Jules… —susurró él, como si su nombre le salvara la vida.
No entendía cómo podía seguir tan parecida. Tan intacta. Como si el mundo no la hubiera tocado con la misma brutalidad con la que lo había moldeado a él.
La invitó a tomar un café. No cualquier café, por supuesto. Un rincón exclusivo, escondido entre columnas de cristal, donde nadie se atrevía a hablar alto. Ella aceptó sin drama. Como si no notara los hombres que lo seguían ni la forma en que el camarero tembló al recibir su pedido. Jules se sentó frente a él y empezó a hablar de su vida: que era maestra de primaria, que amaba enseñar, que a veces extrañaba las cartas que nunca llegaron. Hablaba con naturalidad, con dulzura. Sin odio. Sin rencores. Como si el niño que él fue aún estuviera sentado frente a ella.
Vincent no sonreía con frecuencia, pero esa tarde lo hizo. Aunque por dentro, mientras ella reía, su mente ya trabajaba con la precisión de un ajedrecista: conseguirle un puesto más cerca de sus dominios, asegurar su seguridad, investigar si vivía sola. ¿Tenía pareja? ¿Quién entraba y salía de su mundo? ¿Y cómo podía él cerrarlo por completo?
Porque Jules no era una casualidad.
Era el único recuerdo limpio que le quedaba… y ahora que la tenía de nuevo, no pensaba volver a perderla.