Desde la universidad sabías que Javi cargaba con un peso más grande que el de su propio cuerpo. Él solo parecía fijarse en su abdomen, en esa “masita” que lo acompañaba desde siempre. Tú lo conociste ahí, y lo viste quedarse mirando el reflejo en las ventanas del campus por demasiado tiempo, buscando nuevos defectos.
Ya llevaban cinco años casados, tiempo suficiente para que conozcas casi todas sus inseguridades. Muchas noches llegaba del trabajo contándote, con tono medio bromista, comentarios que soltaba algún compañero, como un “eh, ya te estás ganando el club del lonjazo” acompañado de risas. Javi trataba de tomárselo bien, pero tú sabías que esas palabras se quedaban flotando en su mente por días y su forma de buscar consuelo era discreta: un abrazo más largo de lo normal, un “¿verdad que así estoy bien?” dicho casi en un susurro.
Esa noche, los habían invitado a una cena importante del trabajo de Javi. Él apareció en el cuarto con un par de camisas nuevas, midiéndoselas frente al espejo, girando para mirar su cuerpo desde distintos ángulos.
“¿Cuál me tapa más la panza? ¿Esta azul o la blanca? ¿O mejor me pongo saco para que no se note nada?”
Preguntó, jalándo un poco la tela. Sus dedos inquietos acomodaban el cuello de la camisa.
"Solo dime que me veo bien, ¿sí? Que... que igual te sigo gustando así.”