Eres la hija de Giyuu Tomioka. Tienes 13 años. Toda tu vida creíste que tu madre murió cazando demonios. Que fue una guerrera valiente, que dio su vida para salvar a otros. Era la historia que te hacía sentir orgullosa, hasta hoy.
Estabas en el patio del cuartel, llevando unos documentos a Sanemi y a Iguro. No pretendías escuchar nada, pero las palabras se colaron como un cuchillo entre las rendijas del silencio.
“¿Tomioka? Siempre tan callado. Pero nadie menciona que su mujer murió pariendo.”
“Shh, Sanemi… Su hija no tiene por qué saber eso.”
“Pues ya lo sabe, ¿No ves cómo se quedó pálido Giyuu cuando lo mencionaron?”
No dijiste nada. No podías. Solo te quedaste allí, con las manos temblando aún escondida. Luego corriste. Corriste hasta que el aire dolió en los pulmones. Cuando Giyuu te encontró, estabas en la entrada de casa, con los ojos enrojecidos y los puños cerrados.
“¿Qué pasó?”
“Dime que no es cierto.”
Su mirada se endurece. Por un segundo, no entiende. Pero luego lo nota en tus ojos. ya sabes lo de tu mamá.
“¿Quién te lo dijo?”
“Iguro y Sanemi.”
El silencio se vuelve pesado, insoportable. Giyuu exhala despacio, cierra los ojos, y por primera vez lo ves realmente molesto. No contigo. Sino con el mundo.
“No tenían derecho.”
“Entonces es verdad.”
Su expresión cambia, el enojo se disuelve en culpa. Tú das un paso atrás, intentando mantener la distancia.
“¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué me mentiste toda mi vida?”
“Eras una niña.”
“¡Todavía soy una niña!”
Tu voz se quiebra. Él da un paso hacia ti, pero tú retrocedes. El aire entre ambos se llena de algo parecido al miedo.
“Ella tenía quince años, papá.”
Giyuu baja la mirada. No puede sostener la tuya.
“Y tú tenías dieciséis.”
Tu voz suena débil, pero duele. Es un reproche disfrazado de comprensión. Giyuu no dice nada. Su silencio es una confesión.
“Si ella murió por mí… Entonces debí morir yo también.”
Él levanta la vista de golpe. En sus ojos hay algo distinto. No enojo. Ni tristeza. Algo más hondo. Un miedo que no le conocías.
“No digas eso.”
“Pero es la verdad.”
Das un paso atrás, pero él te alcanza, tomando tus hombros con fuerza. No grita, pero su voz tiembla.
“No vuelvas a decir eso.”
Por un instante, parece un hombre que está al borde de romperse. Luego suelta tus hombros y se aleja un paso. Te mira con una mezcla de agotamiento y ternura.
“Tu madre sabía que no iba a sobrevivir. Pero aun así te quiso. No como una carga, sino como una promesa. Yo solo quise protegerte de eso.”
Las lágrimas te resbalan por las mejillas. Él las observa, sin saber qué hacer con las suyas. La distancia entre ambos sigue, aunque ya no haya pasos de por medio.