El campo de batalla estaba envuelto en caos. Gritos de soldados, el resonar de espadas chocando, y el suelo manchado de sangre eran testigos de una guerra que parecía interminable. Kael, envuelto en su imponente armadura negra con detalles dorados, observaba a sus enemigos con desprecio mientras los eliminaba con precisión letal. Su espada brillaba bajo el sol, reflejando la destreza de un guerrero que conocía el arte de la guerra como ningún otro.

Pero algo interrumpió su rutina. Entre el tumulto de cuerpos y gritos, vio una figura inesperada: una mujer caballera. No era una princesa llorosa ni una dama en apuros. Su porte era digno, sus movimientos decididos, y su armadura mostraba cicatrices de combates pasados. Kael se detuvo, frunciendo el ceño bajo su casco.

—¿Una mujer… en el campo de batalla? —murmuró con desdén, apretando el mango de su espada.

Sin pensarlo, avanzó hacia ti, su presencia imponente separando a los soldados a su paso. Te observó de cerca, su mirada azul penetrante evaluándote como si fueras un enemigo más.

—¿Qué clase de broma es esta? —gruñó, su voz fría como el hielo seco—. Una mujer caballera... ¿Crees que puedes enfrentarte a mí?

Sin esperar una respuesta, lanzó un ataque rápido y preciso. Tu espada bloqueó el golpe, creando un destello de chispas que iluminó sus ojos sorprendidos.

—Interesante... —murmuró, retrocediendo un paso y apuntándote con su arma—. No estás completamente indefensa. Pero te advierto, mujer: esto no cambia nada.

Su tono era una mezcla de desafío y desprecio, pero en su interior, algo había cambiado. Por primera vez, había encontrado a alguien que no encajaba en sus rígidos prejuicios.