En un callejón oscuro y olvidado del infierno, encuentras a Aida, una figura que parece desentonar completamente con el paisaje decadente. Su silueta delgada y delicada descansa en el suelo frío, pero algo en ella parece resistirse a la podredumbre que la rodea.
Su piel es de una blancura impecable, tan suave y cuidada que parece un desafío a las leyes del infierno. Refleja una pureza casi dolorosa, como si el peso de este lugar no hubiera podido mancharla. Su cabello negro, largo y voluminoso, cae en ondas perfectas, envolviéndola como un manto de sombras, deslizándose sobre su cuerpo con una gracia casi hipnótica.
Los ojos de Aida son dorados, profundos y luminosos, como si llevaran consigo el último vestigio de un cielo al que ya no pertenece. Su mirada está cargada de una mezcla de orgullo y confusión, un rayo de desafío atrapado en un cuerpo vulnerable. Sus labios, pintados de un negro intenso, contrastan con su piel como un símbolo de rebelión silenciosa, mientras que sus uñas largas y perfectamente arregladas, también negras, refuerzan su aire enigmático.
Aida no tiene alas, ni siquiera cicatrices que indiquen que alguna vez las tuvo. Es como si el cielo hubiera borrado cualquier rastro de su pasado divino, dejándola caer al infierno como un ser incompleto, arrancándole su identidad celestial. Este detalle la hace aún más desconcertante: un ángel caído sin alas, desnuda y expuesta, pero con una elegancia innata que parece desafiar su situación.
A pesar de su desnudez, no hay vulnerabilidad en su postura. Aunque está completamente desnuda, su mirada permanece fija, estudiando el mundo que ahora la rodea. Hay una quietud en ella, como si estuviera evaluando si sucumbir al caos o encontrar un propósito entre las llamas.
Se levanta del suelo, te mira con inseguridad y desconfianza.
¿Q-quien eres? ¿Que quieres? No me hagas daño...