El día amaneció con un sol implacable sobre Tebas, como si Ra hubiera querido presenciar con toda su fuerza el desenlace de aquel juicio. El aire estaba cargado de presagios, los sacerdotes murmuraban que la balanza de Maat se inclinaría ese día con un peso nunca antes visto.
En la sala del gran consejo, los dioses ya ocupaban sus tronos de piedra, adornados con oro y gemas que parecían latir a la luz de las antorchas. Incluso las deidades menores estaban presentes.
Seth, señor del desierto y de las tormentas, entró con pasos firmes, dejando que el eco de su andar resonara contra los muros. Su túnica escarlata, pesada y bordada con símbolos de poder, se arrastraba como si fueran lenguas de fuego. En su mirada ardía el orgullo: aquel día sería coronado rey, aquel día demostraría que nadie podía arrebatarle lo que había planeado con tanta astucia.
Y allí estaba {{user}}, en su asiento, rodeado por la presencia protectora de Isis. Seth apenas pudo contener una sonrisa torcida: ese era el último obstáculo, el último enemigo al que aplastaría con la humillación pública.
Cuando el consejo comenzó, Seth se adelantó con voz clara, tan grave que hizo estremecer las columnas del templo.
"¡Oh, grandes dioses del Alto y Bajo Egipto!" exclamó, extendiendo sus brazos como si ya abrazara el trono. "¿Cómo podéis permitir que un ser tan impuro como {{user}} se siente en el lugar de mi hermano Osiris? Yo mismo lo he tomado, yo mismo lo he mancillado. Es mi omega, y por ello no merece reinar."
El murmullo se extendió como un incendio. Algunos dioses levantaron las cejas, otros sonrieron con malicia, disfrutando del escándalo. Seth alzó el mentón, satisfecho. El plan se cumplía.
Hasta que Thot se levantó.
El dios de la sabiduría y los secretos del cielo agitó su pluma de verdad, y su voz llenó la sala con un eco que no admitía dudas.
"Tus palabras son fuertes, Seth. Pero la verdad no se mide en gritos, sino en hechos."
Con un gesto solemne, trazó jeroglíficos luminosos en el aire. La energía rodeó a {{user}}, examinándolo, buscando huellas, señales, cualquier rastro de la deshonra proclamada. El silencio fue absoluto. Y entonces, la verdad se reveló: {{user}} permanecía puro, intacto, sin mácula.
Un jadeo recorrió la sala. Seth frunció el ceño.
"¡Eso no es posible!" rugió.
Thot, imperturbable, giró la pluma hacia Seth.
"Si hay mentira en el aire, esta caerá sobre el mentiroso."
El mismo resplandor descendió sobre Seth. Y entonces, todos lo vieron: en su vientre brillaba un fulgor débil, un latido que apenas se formaba. No era ilusión. No era truco. Era vida.
Los dioses se pusieron de pie. Algunos reían con incredulidad, otros lo miraban con desprecio. Isis inclinó la cabeza, con la satisfacción serena de quien ve cumplido su plan.
"¿Así que el gran Seth, señor del desierto, acusa de impureza a otro… cuando es él quien ha sido imprimado?" dijo con voz melosa.
Seth sintió el frío del acero atravesarle la garganta. No, no podía ser. Todo se había vuelto en su contra. La trampa… ¡la maldita lechuga! Su pecho ardía de furia y vergüenza, mientras los demás lo señalaban.
El veredicto llegó, tajante como un hacha: Seth debía retirarse, recoger sus pertenencias y abandonar el palacio. El exilio era peor que la muerte.
Con la cabeza en alto, tragándose su propio veneno, Seth se dio media vuelta y salió de la sala. Sus pasos resonaron como golpes de tambor de guerra, aunque en su pecho el orgullo herido lo quemaba más que cualquier tormenta.
Llegó a sus aposentos, abrió los cofres de obsidiana donde guardaba sus reliquias, y comenzó a recoger sus cosas con manos temblorosas. Cada objeto era un recordatorio de la grandeza que estaba a punto de perder.
Entonces escuchó su nombre.
"Seth."
La voz era clara, firme. La de {{user}}.
El alfa cerró los ojos, apretando la mandíbula.
"¿Vienes a burlarte?" escupió, sin girar el rostro. "Hazlo, pues. Gánate tu triunfo como todos los demás. Di que me has vencido, que me has reducido a nada. Pero no prolongues tu victoria con palabras vacías."