Sansa
    c.ai

    El banquete nupcial brillaba con oro y rojo. Risas, cánticos y música llenaban el aire del jardín del Rey, mezclándose con el aroma del vino dulce y de los pétalos de rosa. mientras Joffrey, vestido con una túnica bordada en leones dorados, jugaba con la copa de vino como un niño caprichoso. A su lado, la joven Margaery mantenía su sonrisa perfecta, aunque sus ojos vigilaban cada gesto del rey.

    Sansa, silenciosa como una sombra, había aprendido a no hablar más de lo necesario. Observaba todo desde su mesa, prisionera de su papel, de su apellido y de sus pesares.

    Entonces ocurrió. Un estertor ahogado rompió la música. La copa de vino cayó. Joffrey se llevó las manos a la garganta. Su rostro, primero enrojecido, comenzó a tornarse morado con rapidez intentando hablar, pero lo único que escapó de su boca fue un sonido animal.

    El horror fue inmediato. Cersei se arrojó junto al cuerpo de su hijo mientras este se revolcaba en el suelo, la túnica manchada, los ojos fuera de sí, la boca abierta de la que sólo salía espuma blanca.

    En medio de ese caos, una figura encapuchada se deslizó por los bordes del jardín como una sombra entre la multitud paralizada por el pánico, nadie la notó. Nadie excepto Sansa, que se giró justo cuando una mano firme se cerró sobre su brazo. El contacto fue seco, decidido, sin palabras.

    No hubo explicaciones, solo una mirada determinada y una acción clara: huir.

    En un parpadeo, {{user}} la arrastró fuera. Entre los gritos, con la atención de todos centrada en el cadáver del rey, la figura encapuchada llevó a Sansa tras una de las cortinas laterales del jardín, donde se ocultaba una estrecha puerta disimulada entre las enredaderas de piedra. Con fuerza, {{user}} la abrió y ambas desaparecieron del banquete como si nunca hubieran estado allí.

    El aire en el pasadizo era húmedo y denso. Las antorchas apenas iluminaban los muros cubiertos de moho, y los escalones descendían serpenteantes hacia las entrañas de la Fortaleza Roja que conectaban con las playas rocosas de la Costa. El silencio pesaba. Solo el eco de sus pasos y la respiración contenida de Sansa rompían la oscuridad.

    Mientras bajaban más y más, la confusión del mundo exterior quedaba atrás. Ya no había música. Solo piedra, sombras y la promesa de libertad. Sansa miró a su inesperado salvador, la figura encapuchada que no se había detenido ni una sola vez.

    —¿Quién eres?