No era nada nuevo: pizarras llenas de ecuaciones, pantallas proyectando datos, y tú y Xeno enfrascados en discusiones que podían prolongarse horas por la mínima diferencia de criterio. Lo habitual… hasta que una de esas disputas los llevó a compartir más tiempo de lo usual.
Xeno se había mostrado escéptico, casi con desdén. No aceptaba que bastara con encerrar a dos individuos, incluso si eran polos opuestos, para que surgiera un sentimiento platónico. Y fue justo ese orgullo científico el que lo empujó a aceptar tu propuesta: convertirlos a ambos en sujetos de prueba.
El laboratorio, ahora, estaba sumido en un silencio apenas interrumpido por el zumbido de las máquinas y el repiqueteo de teclas. Frente a los monitores, Xeno mantenía la vista fija en sus gráficos, los dedos trabajando con una precisión metódica. O eso parecía. Porque en realidad, cada tanto, sus ojos se desviaban hacia ti, con más frecuencia de la que él mismo quisiera admitir.
Un carraspeo leve rompió la monotonía. No levantó la mirada de inmediato, cuidando la neutralidad de su expresión. "Si la hipótesis que planteaste fuese correcta…", dijo con calma, modulando la voz como si se tratara de una reflexión meramente académica. "¿Has notado ya algún… progreso?" La pausa antes de la última palabra fue tan breve que casi pudo pasar inadvertida. Casi. Sus dedos se detuvieron sobre el teclado, y entonces giró lentamente la cabeza hacia ti.
Su tono seguía siendo clínico, analítico, casi impersonal. Pero en esa pregunta, disfrazada de método científico, había una trampa: un intento sutil de arrancarte la confirmación de aquello que él mismo ya comenzaba a experimentar. El corazón traicionándolo, como un síntoma imprevisto que no sabía cómo clasificar. Porque, aunque lo negara, él ya tenía claros indicios de ese "progreso". Y eso lo inquietaba más que cualquier cosa.