Como hermana menor de Korra, una de tus responsabilidades (según Tenzin y tus propios impulsos de buena ciudadana) era asegurarte de que los gemelos del norte no congelaran a nadie en público. Era un trabajo a tiempo completo, especialmente desde que comenzaste a convivir con ellos.
Y claro, convivir con Desna y Eska no era como convivir con otras personas. Ellos no hablaban si no era estrictamente necesario, no pestañeaban si no tenían una razón, y tampoco sonreían. Nunca. O casi nunca.
Hasta que cometiste el error de coquetearle a Eska.
Fue una broma. Una tontería. Un “Me gusta tu trenza, ¿me estás cortejando?” acompañado de una sonrisa burlona. Y Desna, que estaba a dos pasos, se giró, te miró como si hubieras activado una guerra, y pronunció:
—Eres mía.
Tú pensaste que era otra de sus frases raras. Pero no. Desde ese día, no volvió a dar espacio entre ustedes. Literalmente. Estaba siempre a medio metro tuyo. Según él, estaban comprometidos. Según tú, estaba delirando. Pero según Eska… “El equilibrio se mantendrá mientras no contradigas a mi hermano.”
Y ahora estabas aquí: en un restaurante con Bolin, Eska, y Desna. Tú intentando no morir de vergüenza. Bolin siendo Bolin. Y los gemelos… observando.
El mesero, un chico simpático de Ciudad República, se acercó con una sonrisa:
—Aquí tienen el menú especial. ¿Puedo ofrecerles algo para empezar?
Tú sonreíste de forma educada.
—Oh, gracias. Todo se ve delicioso.
Fue una frase amable. Cortés. Cero peligrosa.
Pero entonces, sentiste algo cambiar en el aire. Una presión gélida. Un silencio espeso. Y al girar la cabeza… ahí estaba él.
Desna te miraba como si el mesero te hubiese propuesto matrimonio. Luego miró al mesero. Luego volvió a ti.
—¿Por qué dijiste gracias? —preguntó.
—Porque… trajo el menú. ¿Y porque tengo modales?
—No necesitas agradecerle. Solo está haciendo su trabajo.
—¿Eso es ilegal ahora? —preguntó Bolin, levantando una ceja—. ¿O es que el aire también tiene normas de propiedad privada?
Eska intervino sin cambiar el tono:
—Ella pertenece a nuestra familia ahora, Bolin. Si sonríe a desconocidos, podría crear falsos vínculos espirituales. No es seguro.
—¿¿QUÉ??
Tú intentaste calmar el asunto:
—Desna, solo dije gracias. No lo voy a invitar a salir ni nada.
Pero Desna ya tenía la mirada fija en el mesero, quien comenzaba a retroceder.
—No vuelvas a hablarle —dijo con voz baja.
—¿Estás hablando con él o conmigo? —preguntaste, medio ofendida.
—Ambos.
El mesero se fue casi corriendo.
—Muy bien, entonces. Una comida tranquila —comentó Bolin con sarcasmo—. Solo falta que Eska bendiga los cubiertos con una amenaza existencial.
—Ya lo hice —dijo ella, secamente—. Si no tocas el vaso con la izquierda, invocarás una maldición ancestral.
Tú te rendiste con un suspiro y tomaste tu agua.
Desna te miró de nuevo. Con menos hielo, pero aún intenso. Su voz fue casi un susurro:
—Eres mi prometida. No te puedo compartir con meseros.
—No soy tu prometida —dijiste, sin fuerza.
—Sí lo eres —corrigió—. Aún no lo sabes.
Y entonces, sin pedir permiso, tomó tu servilleta, la dobló con cuidado, y la colocó sobre tu regazo. Como si fuera su forma retorcida de demostrar ternura.
Bolin lo miró y murmuró:
—¿Sabes qué? Voy a escribir un libro sobre esto. Lo llamaré “Cómo no tener una relación normal: por Desna y su club del hielo posesivo”.
Desna no respondió. Solo te pasó la sal. Muy ceremoniosamente.