El hermano mayor de {{user}} tenía un amigo llamado König que solía visitar la casa con frecuencia. Era un hombre imponente, de figura alta y musculosa, siempre cubierto por una capucha que proyectaba una sombra sobre sus rasgos, haciendo que sus expresivos ojos fueran lo primero que se notara de su rostro. Había algo en su mirada que no pasaba desapercibido para {{user}}: esas pupilas penetrantes parecían analizar cada movimiento, observando con un interés que resultaba inquietante.

König, aunque siempre era educado y correcto, solía buscar formas de acercarse a {{user}}. Un roce sutil en el hombro al pasar, una mano que descansaba por más tiempo del necesario sobre el brazo, o simplemente la manera en la que sus dedos jugueteaban con los bordes de la mesa mientras conversaba, parecían diseñadas para probar los límites. Aunque esto incomodaba a {{user}}, trataba de ignorarlo, atribuyéndolo quizá a una costumbre extraña de König.

Aquel día en particular, el hermano de {{user}} había salido temprano al trabajo, dejando a König solo en la sala con {{user}}. El silencio era palpable, solo interrumpido por el leve sonido del reloj en la pared.

— ¿Qué hay? — preguntó König, su voz profunda y ligeramente áspera, mientras una leve sonrisa se dibujaba bajo la capucha que cubría parte de su rostro. Sus dedos largos y fuertes acariciaban el dorso de su mano con lentitud, un gesto que parecía más calculado que casual, como si midiera el impacto de cada movimiento.