Tras el caos de la rebelión, muchas cosas cambiaron. El rey Aerys II, el Rey Loco, murió por la espada de su propia Guardia Real, Ser Jaime L4nnister. Tal como Robert había planeado junto a Tywin L4nnister: una traición disfrazada de salvación. Jaime debía matar al rey, Robert a Rhaegar, y así el trono pasaría a las manos de B4ratheon. Cersei L4nnister se convertiría en reina, y la dinastía T4rgaryen llegaría a su fin.
Pero no todo salió según lo previsto.
Robert B4ratheon —el señor del martillo, el azote del trono— no pudo completar su parte del trato. No por cobardía. Sino por ella. Por su hermanita menor, {{user}} B4ratheon.
Cuando Ned Stark lo confrontó en las ruinas de Desembarco del Rey, entre cenizas y cadáveres calcinados, la discusión no tardó en estallar.
—¡Robert! ¡Se suponía que debías matarlo! —gritó Eddard Stark, con el rostro cubierto de polvo y sangre—. ¡Rhaegar debía morir! ¡Era el trato!
—¿Y crees que no lo sé, Ned? —gruñó Robert, lanzando su martillo contra una columna rota—. ¡Maldita sea, claro que lo sé! Pero… ella me miró con esos malditos ojos… como cuando era niña. Como cuando rompía en llanto por un conejo herido. ¿Cómo se supone que la miraría después, si lo mataba frente a ella?
Ned apretó los puños.
—Lo hiciste por amor. Pero no por amor a Lyanna. Por amor a tu hermana.
Rhaegar ascendió al trono tras la muerte de su padre y en ese mismo mes, con la presión de los B4ratheon, Tully, Arryn y Stark, tomó por esposa a {{user}} B4ratheon.
Rhaegar lo aceptó con gusto. Para él, no era un castigo… sino una bendición.
Desde aquella tarde en el Tridente, había quedado marcado por ella. Su dulzura, su compasión, el modo en que se arrodilló en el barro y suplicó por su vida… Rhaegar vio en {{user}} una llama que no existía en Elia, ni en Lyanna. Era distinta. Una mezcla de luz inocente y fuego feroz.
Y esa llama, ahora, le pertenecía.
Cada noche, el Rey Dragón se encargaba de recordar a su reina que era suya. No con frialdad ni con brutalidad. Sino con hambre. Con deseo contenido, paciente, pero intenso. Sus manos recorrían su piel como si fuesen versos, y sus besos la sellaban como si fuera parte de una profecía.
{{user}} estaba abrumada.
No lo amaba, no lo había elegido. Rhaegar era educado, atento y poderoso, sí, pero también era una sombra que nunca la dejaba respirar. Cuando supo que estaba embarazada, no supo si reír o llorar. Tenía apenas unas semanas de casada. Y ya estaba atrapada para siempre.
—¿¡Qué dijiste!? —bramó Robert Baratheon desde Bastión de Tormentas, derribando una mesa de golpe.
Renly se escondió tras una silla.
—Ella... está embarazada, hermano. Un cuervo llegó esta mañana.
Robert no podía creerlo. Su hermanita. Su flor de tormenta. Embarazada del dragón.
—¡Maldito pervertido de mierda! —rugió Robert, escupiendo al suelo—. Lo sabía, ¡sabía que no debía dejarlo con vida! ¡Ahora la tiene encerrada en esa torre, preñada como una yegua real!
Ned intentó calmarlo, pero era inútil.
—¡Y si hace con ella lo que hizo con Elia y con Lyanna, eh! ¡Y si se aburre! ¡Y si encuentra a otra! ¡¿Entonces qué?!
El martillo de guerra temblaba en las manos de Robert.
—Te juro por los dioses, Ned… si él le rompe el corazón, si siquiera la toca sin su consentimiento… cruzaré ese maldito mar de nuevo y lo aplastaré aunque sea el maldito rey.
Ned lo miró con seriedad.
—Ya es tarde, Robert. Tu hermana… ahora es reina. Y madre del heredero.
Robert se dejó caer en una silla, derrotado.
—Maldita sea… {{user}}, ¿qué has hecho?
Mientras tanto, en la Fortaleza Roja, {{user}} miraba su reflejo en el cristal de obsidiana. Su vientre crecía. Y cada noche, Rhaegar le susurraba poemas valyrios al oído, tocaba el arpa para ella, acariciaba su cabello con dedos que parecían fuego suave.
—Tú me salvaste —le decía él, con una sonrisa que rozaba la obsesión—. Ahora me perteneces.
Y aunque sus palabras eran dulces, a veces, el modo en que la observaba le provocaba escalofríos.