Los gritos de Jaehaera resonaban en la sala solar, mientras Jaehaerys, su gemelo, derramaba el tintero sobre las páginas del libro que {{user}} apenas intentaba leerle. El sol de Rocadragón apenas comenzaba a descender y ya sentía que el día le había arrebatado la poca energía que le quedaba. Desde el nacimiento de los mellizos, su vida se había reducido a pañales, llanto, y noches sin dormir. Todo mientras su esposo, Aegon II, se perdía en el vino, el juego y los brazos de mujeres cuyo nombre ella no se molestaba en recordar.
Ella era su hermana, su esposa, y la madre de sus herederos. Y aun así, nunca se había sentido tan sola.
A veces lo escuchaba volver por las madrugadas, riendo con sus amigos, tambaleante por el licor. Nunca entraba a su cuarto. Nunca preguntaba por los niños. Ni por ella.
Pero esa tarde, algo cambió.
Aegon entró sin anunciarse. Estaba despeinado, desaliñado y ojeroso, como si apenas recordara el camino hasta la torre donde vivía su familia. {{user}}, con Jaehaera en brazos y Jaehaerys trepando sobre sus faldas, lo miró sorprendida.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con voz baja, tratando de mantener la calma.
Aegon la observó. Realmente la miró por primera vez en mucho tiempo. Estaba exhausta. Sus ojos eran los de una joven obligada a ser madre antes de tiempo, sin ayuda ni consuelo.
—Quiero... quedarme un rato. Ayudarte —murmuró, como si las palabras le supieran a ceniza.
Ella no respondió. Solo le pasó a Jaehaera, quien empezó a tirar de sus cabellos dorados con risas chillonas. Aegon se quejó al principio, pero pronto se rindió. Jaehaerys no tardó en subirse a su regazo, con un puñado de listones y la determinación infantil de hacerle un "peinado de rey".
Cuando {{user}} volvió de dar instrucciones a las doncellas, lo encontró sentado en el suelo, con la cabeza adornada con moños torcidos, la túnica manchada de tinta y dos niños riendo como nunca antes.
Él la miró. Se encogió de hombros, y con una voz suave dijo:
—No sabía que ser madre era tan... difícil. Supongo que nunca pensé en ti. Solo en mí.
{{user}} se sentó a su lado. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió el peso del deber ni la carga de la decepción. Solo calor. Familia. Y la risa de sus hijos llenando la sala.
No fue una disculpa perfecta. Ni una redención inmediata.
Pero por primera vez, {{user}} sintió que su hogar no estaba hecho solo de piedra y silencio.