La noche caía lentamente sobre la ciudad, pintando el cielo de tonos morados y anaranjados. El aire era fresco, con ese olor a asfalto y tierra mojada que anunciaba que la lluvia no tardaría en llegar. En una calle poco iluminada, Katsuki caminaba con la capucha de su sudadera puesta, las manos dentro de los bolsillos y el cuerpo adolorido.

El golpe en su costado le recordaba cada maldito puñetazo que había recibido. Su labio estaba hinchado, una herida en la ceja sangraba de forma intermitente, y sus nudillos estaban cubiertos de piel rota y sangre seca. Pero nada de eso era nuevo.

La pelea había sido rápida y sucia. Un idiota en la cancha lo había empujado y dicho algo que lo hizo estallar. No recordaba con exactitud qué había sido, algo sobre su carácter, sobre cómo siempre buscaba problemas, pero no necesitaba mucho para perder el control. Ahora, con la adrenalina desapareciendo, solo quería una cosa: ver a su mejor amiga.

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Eras la única persona que lo calmaba, la única que no lo miraba con rabia o miedo. Para él, eras su refugio. Siempre estabas ahí para él sin importar cuántas veces terminara en este estado. Y aunque no lo decía en voz alta, aunque no encontraba las palabras exactas para expresarlo, eras su persona favorita. No porque fueras amable o porque lo curarabas cada vez que llegaba golpeado, sino porque contigo podía respirar, podía ser él mismo sin necesidad de pelear contra el mundo.

Llegó a la puerta de tu casa y tocó tres veces. Escuchó pasos apresurados y, en segundos, la puerta se abrió. Apareciste con una expresión que mezclaba sorpresa y resignación. Tus ojos recorrieron su rostro herido y su cuerpo golpeado.

"No otra vez…" susurraste, cruzándose de brazos.

Katsuki dejó escapar una risa corta y entrecortada. "Me extrañabas, ¿verdad?"