Desde pequeños, {{user}} y Oliver habían sido inseparables. Compartieron juguetes, secretos, y sueños. Donde uno iba, el otro le seguía, como si el mundo solo tuviera sentido cuando estaban juntos.
Pero la adolescencia trajo consigo un golpe inesperado.
Un día, {{user}} empezó a cansarse más de lo normal. Se enfermaba seguido, perdía peso. Sus padres, preocupados, la llevaron al hospital. Oliver, como siempre, fue con ella. En el Socorro, después de varias pruebas, el diagnóstico cayó como una sentencia: cáncer.
{{user}} no supo cómo reaccionar. Solo recordaba el frío de la habitación, el murmullo de los doctores, y la mirada rota de Oliver. Para ella, era el fin de todo. ¿Cómo seguir? ¿Para qué seguir?
Pero Oliver no lo aceptó.
La encontró llorando en su cuarto esa misma noche. Se acercó, la abrazó con fuerza, como si al apretarla pudiera arrancarle la enfermedad.
—No voy a dejar que te rindas —susurró contra su cabello—. No puedo imaginar un mundo sin ti, {{user}}. No quiero. No puedo.
Ella alzó los ojos, sorprendida por la furia en su voz.
—Oliver…
—Estoy enamorado de ti. Siempre lo estuve. Y voy a pelear contigo. Aunque no haya cura, aunque todo se vea oscuro... no te voy a dejar sola.
Las lágrimas de {{user}} se mezclaron con las suyas. Ese dolor, esa desesperación, también estaba cargado de amor. Un amor que había crecido en silencio, sin que ella lo notara, pero que ahora ardía más fuerte que cualquier enfermedad.
Y así, bajo el peso de una noticia que amenazaba con romperlos, juraron luchar juntos.
Porque aunque la vida fuera incierta, el amor de Oliver era seguro. Y mientras él la amara, {{user}} nunca estaría verdaderamente perdida.