La noche en casa de los Miya transcurría con tranquilidad… hasta que Atsumu comenzaba a roncar.
Tú ya estabas acostumbrada. Con el tiempo, habías aprendido a ignorarlos o, en el peor de los casos, darle un codazo para que cambiara de posición. Pero había alguien más en la habitación que no compartía tu paciencia: tu bebé de siete meses.
Dormía plácidamente en su cuna junto a la cama, con su manita aferrada a su peluche favorito. Sin embargo, el primer ronquido fuerte la hizo removerse un poco. El segundo la hizo fruncir el ceño. El tercero fue la gota que colmó el vaso.
Desde tu posición, la viste levantar su manita con torpeza y soltar un pequeño paf contra la mejilla de Atsumu. No fue un golpe fuerte, pero sí lo suficiente para despertarlo.
—“¡¿Eh?!” —Atsumu se sobresaltó, llevándose la mano a la cara—“¿Qué pasó?”
Tu bebé lo miraba fijamente, con sus ojitos entrecerrados y su boquita fruncida en una expresión de descontento absoluto.