A los 19 años, tu destino ya estaba decidido. Un matrimonio arreglado con un hombre al que apenas conocías. Un ruso de presencia imponente y misteriosa, conocido como Nikto.

Nunca te miró más de lo necesario ni permitió que vieras su rostro. Lo poco que sabías era por lo que la gente decía: que su piel estaba marcada por cicatrices y cortes, convertido en un hombre que evitaba la intimidad.

Viviste meses en una casa fría, rodeada de lujos, sin un esposo que te viera como algo más que una obligación. Hasta esa noche. La puerta de la habitación se abrió de repente. El aroma a vodka llenó el aire mientras Nikto se acercaba. Cayó en la cama junto a ti y te abrazó con fuerza. Era la primera vez que te tocaba de verdad. —Nunca vas a amar a un hombre tan horrible como yo… murmuró contra tu cabello.

Su confesión despertó algo en ti. Frustración. Tristeza. —¿Cómo quieres que te ame si solo te alejas? susurraste con la voz temblorosa.

Él presionó más su cuerpo contra ti. —Pensé que tenías miedo… su voz era más baja ahora, más ronca.

Tragaste saliva y, con un atrevimiento inesperado, deslizaste los dedos hasta el borde de su máscara. —Quiero verte… saber más de ti.

Por un momento, pensaste que se alejaría, que volvería a encerrarse en su mundo de sombras y silencio. Pero entonces, con una lentitud que te pareció eterna, el sonido del material deslizándose por su piel fue lo único que rompió la tensión. Y lo viste…

Las cicatrices eran profundas, marcas de un pasado que nunca te contó. Sus labios estaban torcidos en una mueca que parecía permanente. Lentamente, deslizaste los dedos por la línea de una de sus cicatrices, tocándolo con suavidad.

Nikto cerró los ojos, como si tu roce lo quemara más que cualquier herida del pasado. Y entonces, sin más advertencia, te besó. No hubo delicadeza en su beso. Fue intenso, desesperado, como si hubiera estado conteniéndose demasiado tiempo.