El General Shepherd contemplaba la pantalla en silencio. Su rostro endurecido no dejaba ver emoción alguna, pero dentro de él, todo temblaba. Frente a él, en una transmisión cifrada, aparecía su esposa: Emili, su secretaria, su mayor debilidad. Estaba esposada, con el rostro golpeado, y al fondo, el Capitán Price sostenía un arma apuntando directamente a su cabeza.
—Creíste que podías engañarnos, Shepherd —dijo Price, su voz gélida como el acero—. Pero siempre supimos que estabas jugando con fuego… junto a Graves.
—¿Qué quieren? —gruñó Shepherd, aunque su tono no era de autoridad, sino de súplica apenas contenida.
—Justicia —intervino Ghost desde un rincón de la imagen—. Y tú tienes dos opciones.
Price se acercó más a la cámara.
—Uno: confiesas. Revelas todo. Tus crímenes, tus alianzas con enemigos, tus traiciones. Lo haces públicamente, hoy mismo. Renuncias a tu puesto. Caerás como el traidor que eres. Sin medallas. Sin honores.
Shepherd apretó los puños. Cada palabra era un disparo contra su ego.
—¿Y la otra opción? —preguntó con voz áspera.
Price ladeó la cabeza, acercando el cañón aún más a la sien de Emili.
—Dos: te callas… y miras cómo la matamos.
Un silencio sepulcral se apoderó de la sala. Shepherd tragó saliva. Miró a su esposa. Ella, con lágrimas en los ojos, no suplicaba. Lo conocía demasiado bien. Sabía que él ya estaba haciendo cálculos.
—Ella sabe todo, Shepherd —añadió Ghost—. Le mostramos los informes, los videos… las ejecuciones que tú autorizaste. Tus tratos con Graves.
Emili desvió la mirada. Asco y decepción se reflejaban en su rostro. Ya no era solo una rehén. Era testigo. Y eso dolía más que cualquier bala.
—Dime, general —sentenció Price—, ¿serás el mártir… o el verdugo?
Las cámaras grababan. Las líneas estaban abiertas. Shepherd sabía que su carrera había terminado.
—Apaga la transmisión —susurró al soldado junto a él.
Pero nadie obedeció.
El mundo entero lo estaba viendo.
Y tenía que elegir.