El sonido de los zapatos de John resonaba en el pasillo de mármol. Sus hombres lo seguían en silencio, atentos a cada gesto. Su andar era seguro, imponente, y en el aire flotaba esa mezcla de respeto y tensión que siempre lo rodeaba.

—Jefe —dijo uno de sus hombres, rompiendo el silencio—. La chica… quiere entrar.

John se detuvo un instante. Su mirada oscura se endureció, y su tono fue frío, cortante. —No la dejen pasar.

El silencio volvió a caer, hasta que otro de los hombres bajó la voz con cierta incomodidad. —Es tarde… ya está en su oficina.

John cerró los ojos un segundo y exhaló un largo suspiro. No era ira lo que lo dominaba en ese instante, sino una mezcla de resignación y cansancio. Se pasó una mano por el cabello y caminó hacia la puerta.

Empujó lentamente, y la madera cedió con un chirrido suave. Al entrar, la encontró allí, de pie en medio de su oficina, como si ese lugar no fuese territorio peligroso sino su hogar. La luz tenue del escritorio la iluminaba, y por un instante, su presencia quebró la dureza que lo envolvía.

John entrecerró los ojos, su voz grave y seria llenando la sala. —¿Qué haces aquí?