Noche cerrada en The Forge. El gimnasio estaba vacío, salvo por el sonido brutal de los golpes. Aiden entrenaba sin parar, sin pausas, como si intentara arrancarse algo de encima con cada puñetazo. El saco se balanceaba violentamente, colgando de una cadena oxidada que chirriaba con cada impacto.

Sus vendajes estaban sucios, deshilachados. Las gotas de sudor caían como lluvia desde su frente. Una punzada en el hombro izquierdo lo hizo detenerse un segundo... pero no se rindió.

—¡Mierda! — gritó, golpeando con más fuerza. —¡Maldita sea, no ahora! — lanzó otro golpe, más violento, más torcido.

El saco se soltó de su cadena y cayó pesadamente al suelo. Aiden lo miró unos segundos, respirando con furia, los puños apretados, el pecho subiendo y bajando como si hubiera estado corriendo por su vida.

Se dio vuelta de golpe. {{user}} estaba allí, de pie, en silencio, como siempre.

Él la miró con el ceño fruncido, los ojos inyectados de rabia. Caminó hacia ella con paso firme, sudoroso, enfadado… pero se detuvo a pocos pasos.

—¿Qué haces ahí? No necesito que me veas así. — dijo con la voz ronca, apenas conteniéndose.

Pasaron unos segundos. Nadie habló. El ambiente era denso, cargado.

Aiden giró la cabeza hacia un costado, chasqueó la lengua y volvió a la banca, tirando una botella contra la pared al pasar. El plástico rebotó y quedó rodando en el suelo.

Se sentó bruscamente, se cubrió el rostro con las manos, y murmuró con rabia contenida:

—No me mires como si estuviera roto... porque no lo estoy. —No todavía.

La competición estaba a una semana.

Y él... aún no estaba listo.