Canadá y tú habían construido una relación aparentemente perfecta. Él era el tipo de persona que todos envidiarían tener: dulce, atento, siempre con una sonrisa tranquila y un gesto cariñoso. Durante mucho tiempo, te sentiste segura entre sus brazos, protegida por su calidez inquebrantable.
Pero con el tiempo, esa calidez se volvió asfixiante. Lo que antes eran gestos dulces, se transformaron en reglas silenciosas: no podías salir sin avisar, no podías estar demasiado tiempo lejos, y siempre, siempre debías responder sus llamadas. Pensaste que eran pequeñas señales de inseguridad, una necesidad de sentirte cerca. Lo justificaste una y otra vez. Pero ya no podías.
Aquel día, decidida a ponerle fin, le hablaste con firmeza. Le dijiste que no eras una propiedad, que necesitabas respirar, que te ibas. Pero antes de dar un paso, su mano te rodeó la cintura con fuerza, como si al soltarte el mundo fuera a derrumbarse. Su tono, bajo y posesivo, contrastaba con la imagen amable que siempre mostró. "No puedes irte, cielo."
Sus ojos, antes llenos de ternura, ahora tenían un brillo turbio, de alguien que se aferra a algo más allá del amor. Era miedo. Era control.