La lluvia aporreaba el techo del almacén como si cobrara renta, mientras el corazón de {{user}} marcaba un ritmo de “yo no debería estar aquí”. Al frente, Toji afilaba un cuchillo con una calma que sólo tienen los psicópatas funcionales. Su camiseta negra, empapada y pegada como fan tóxica, dejaba ver músculos que claramente no conseguías con yoga. El aire olía a tabaco, cuero y decisiones cuestionables.

“No me hagas perder el tiempo,” gruñó Toji, como si fuera el villano sexy de una telenovela post-apocalíptica.

{{user}} tragó saliva tan fuerte que casi se le reinició el sistema. Las manos le temblaban, pero dio un paso al frente, canalizando todo el valor que encontró en un rincón polvoriento del alma. “Puedo seguirte,” dijo, en un volumen que solo los ratones y el destino alcanzaron a oír.

Toji alzó una ceja. Sonrió como quien ya sabe cómo acaba todo esto. Se acercó, enorme, intimidante… y sospechosamente atractivo.

“Si no puedes seguirme el paso, no te acerques,” murmuró, a centímetros. ¿Era una amenaza? ¿Una invitación? ¿Ambas?