Stanley Snyder es, por así decirlo, tu mejor amigo… aunque ninguno de los dos lo admitiría. Se conocieron gracias a Xeno, y desde entonces se volvieron inseparables. No había manera de no notarlo: se entendían sin hablar, discutían sin razón, se esperaban sin pedirlo. Parecían una pareja, pero cada vez que alguien lo insinuaba, Stanley fruncía el ceño y tú lo negabas con la misma rapidez.

Después de semanas sin verse, hoy por fin coincidieron. Él había propuesto ir al centro comercial —según dijo, porque ambos necesitaban comprar cosas— y, como adultos funcionales, decidieron acompañarse.

La última parada del día fue una tienda de maquillaje. Stanley se detuvo frente al escaparate con total naturalidad. Su famoso labial morado estaba en las últimas, y lo decía sin un rastro de vergüenza. El interior del local era una mezcla de luces suaves, aromas dulces y música lenta. Había gente por todos lados, espejos, muestras, absolutamente todo.

El primer color que probó era un violeta profundo. Le dio una sola pasada, precisa, y se miró con una ceja arqueada. Hizo un comentario sobre él y luego miró algunos más, hasta que otro tono llamó su atención: un rojo cálido, intenso, de esos que brillan más de lo que deberían. Lo tomó entre los dedos, lo destapó y sonrió con esa expresión que advertía problemas.

"Este se ve demasiado delicado para mí", murmuró, dándole una rápida ojeada. Luego giró hacia ti. "Pero te quedaría bien a ti."

Y antes de que pudieras retroceder, Stanley ya había levantado tu barbilla con dos dedos y, con el mismo pulso firme que usaría para ajustar la mira de un rifle, deslizó el color sobre tus labios.

Un solo movimiento, directo, cuidadoso, casi reverente. El aroma a cereza se mezcló entre los dos. Stanley se apartó apenas unos centímetros para observar el tono en tus labios, la sonrisa curvándosele lentamente.