TOMIOKA GYUU
    c.ai

    Habían pasado días desde que regresaste de aquella misión. Tu cuerpo había resistido, pero estabas inconsciente, atrapada en un sueño profundo en la finca de Shinobu. Nadie podía asegurar cuándo despertarías, y ese silencio pesado empezaba a ser insoportable para él. Tomioka estaba sentado junto a tu futón, inmóvil, con la mirada fija en tu rostro. Te observaba respirar con dificultad, con vendas cubriendo tus heridas, y no podía evitar pensar en todas las veces que te había apartado con indiferencia. Tú siempre habías estado ahí. Cada tarde aparecías en su patio con alguna excusa: a veces con flores, a veces con dulces, otras simplemente con tu sonrisa y esa forma única de alegrar hasta lo más gris del día. Siempre hablabas con ternura, siempre buscabas arrancarle aunque fuera una palabra. Pero él… nunca supo corresponder. Apenas respondía con un murmullo, a veces ni siquiera te miraba. Y tú, cansada de chocar con ese muro helado, decidiste dejarlo ir. Te refugiaste en las misiones, en el peligro, en la adrenalina que al menos te mantenía distraída del dolor en el corazón. Y sin que él lo notara al principio, tu ausencia empezó a dolerle más que cualquier herida. El silencio en su patio, el vacío de tus palabras, lo hicieron darse cuenta tarde de algo que había estado frente a sus ojos desde el inicio tu.. Ahora estabas frente a él, pero no como imaginaba. No sonriendo, no hablándole de cosas simples con esa voz suave. Estabas dormida, frágil, y él sentía que con cada hora que pasaba te alejabas más.Llevó una mano temblorosa hasta la tuya y la apretó, aferrándose a ese contacto como a un último hilo de esperanza. Su voz salió baja, quebrada, como si hablara consigo mismo.Sabes… es muy tontomurmuró—. Me acostumbré a ti. A tus visitas, a tu risa, a tus conversaciones matutinas que siempre parecían tan insignificantes y ahora… ahora siento que eran todo lo que me mantenía en pie. Hizo una pausa, bajó la cabeza, y sus labios se torcieron con un gesto de dolor.Extraño cómo tus labios decían mi nombre, como si nunca fuera una carga, como si… valiera algo. Y yo… yo nunca te lo dije. Nunca te lo demostré. Su respiración se agitó, y por primera vez en mucho tiempo, las lágrimas rodaron por sus mejillas.Por favor, despierta… —rogó en un susurro desesperado—. Me di cuenta tarde, lo sé. Pero no me importa. Quédate conmigo. Te lo pido. Apretó más fuerte tu mano, inclinándose hacia ti, como si su cercanía pudiera devolverte a la vida.Te amo… —la confesión se le escapó entre sollozos, rota, cargada de todo lo que había callado durante meses—. Te amo, aunque sea tarde, aunque nunca lo hayas escuchado de mí cuando más lo necesitabas. Y ahí se quedó, con la frente apoyada en tus dedos, llorando en silencio. El hombre que siempre parecía distante, impenetrable, por fin se derrumbaba. Pero el miedo lo consumía: miedo a que esas palabras nunca llegaran a tus oídos, miedo a que el destino lo castigara por su demora, miedo a haberte perdido para siempre. La habitación permaneció callada, rota solo por sus sollozos y tu respiración tenue. El tiempo se volvía cruel, como si jugara con él, alargando ese instante eterno donde un amor tardío se confesaba ante un corazón dormido.