Había una ceremonia espiritual en el Norte a la que tu padre debía asistir para recibir la bendición de los espíritus. Y así fue. Llegaron a la Tribu del Norte y los recibieron como lo que eran: la familia real del Sur.
Fueron escoltados con respeto hasta una de las habitaciones del palacio, donde se acomodaron brevemente. Pero tú, como siempre, inquieta y curiosa, decidiste salir a caminar de la mano de tu hermana mayor, Korra.
A donde fueras, llamabas la atención. Tus ojos verde esmeralda, salpicados con un sutil toque lila, brillaban como joyas raras en contraste con tu piel blanca como la nieve, una herencia inesperada considerando que tus padres eran de tez morena. Pero lo que más resaltaba de ti —lo que hacía que los rostros se giraran, que los murmullos surgieran— era tu cabello: un tono rosa suave y vibrante, como la flor de Sakura. Korra te llamaba así: Flor, porque decía que te parecías a aquella flor especial de los viejos cuentos, la más bella de todas.
Juntas salieron del palacio, caminando entre los pasillos helados que llevaban al patio de juegos donde se reunían los hijos de otras familias nobles invitadas al ritual. Korra, sin pensarlo dos veces, se lanzó a jugar con su estilo característico: arrojando bolas de nieve con precisión casi ofensiva, como si estuviera entrenando para una batalla.
Tú, en cambio, preferiste sentarte en silencio, con Lilu acurrucado a tu lado. Tu pequeño animal espiritual, invisible para los demás, era una criatura única: una mezcla entre zorro y nube, con ojos demasiado sabios para su tamaño. Solo tú podías verlo, aunque su presencia era innegable.
Cuando estabas enojada o frustrada, especialmente por los regaños de tu padre, le contabas todo a Lilu, y él te vengaba a su manera. Una vez, tu padre te acusó de hacer travesuras, y tú lo negaste: “No fui yo, fue Lilu”. Pero él no te creyó. Hasta aquella noche en que sintió unas patitas suaves caminando sobre su cara mientras dormía. Despertó sin encontrar nada, y al amanecer tú fuiste a sus brazos llorando, disculpándote por lo que había hecho Lilu. Le dijiste que solo quería protegerte.
Desde entonces, tu padre supo la verdad: podías ver y hablar con los espíritus. Lilu no solo era real, era tu guardián. Incluso durante tus entrenamientos de agua control, cuando tu padre corregía tu postura, se escuchaban quejas suaves y gruñidos no audibles del todo. Él sabía que era Lilu, protestando por cómo te trataban. A partir de ese día, tu padre te miró con otros ojos. A pesar de tener apenas seis años —un año menor que Korra— comenzó a tratarte como una verdadera señorita.
Ahora, sentada en el patio nevado, tus ojos observaron con curiosidad a dos niños que te miraban fijamente desde la distancia. Pensaste que eran todos varones, pero te sorprendiste al darte cuenta de que eran un chico y una chica: gemelos.
Ambos caminaban hacia ti con paso lento, ceremonioso, como si no pisaran la nieve sino que la desplazaran con su presencia. Sus rostros eran tan fríos como la escarcha de los glaciares, sin emoción, sin expresión.
Cuando estuvieron frente a ti, uno de ellos habló con voz pausada:
—Tú eres la princesa del Sur —dijo Desna, sin inflexión, como si recitara un hecho y no una bienvenida.
—Eres... peculiar —añadió Eska, sin mover un solo músculo del rostro—. Como una flor que crece en el hielo.
Ambos se quedaron allí, observándote. No había burla en sus palabras. Solo curiosidad… o algo más profundo, más ancestral. Como si los espíritus les hubieran susurrado algo sobre ti antes de que llegaras.