El atardecer teñía el cielo de tonos naranjas y violetas cuando {{user}} dobló la esquina del edificio de la facultad y se detuvo en seco. Allí, contra la pared, con la chaqueta desabrochada y una mirada aburrida, estaba Thiago. Un cigarro colgaba de sus labios mientras exhalaba el humo con calma, como si nada en el mundo pudiera tocarlo.
El olor a tabaco la golpeó de inmediato, provocando un suspiro de exasperación. Caminó con paso firme hasta él, cruzándose de brazos.
—¿En serio, Thiago?
Él apenas la miró, llevándose el cigarro a los labios de nuevo.
—¿Qué? ¿Vas a darme un sermón?
{{user}} frunció el ceño.
—Te lo he dicho mil veces, deja de fumar.
Thiago sonrió con burla, inclinando la cabeza hacia un lado.
—No eres mi mamá para regañarme.
El comentario le prendió una chispa de irritación. Dio un paso más cerca, obligándolo a mirarla de frente.
—No soy tu madre, pero soy la que tiene que lidiar con tu actitud cada día. Si no vas a dejarlo, al menos no lo hagas frente a mí.
Thiago se quedó en silencio. La observó con intensidad, como si estuviera evaluando cuánto le importaba realmente lo que hacía. Y entonces, sin romper el contacto visual, dejó caer el cigarro al suelo y lo aplastó con la punta de su bota.
—Está bien, princesa —murmuró con una sonrisa ladeada—. Solo porque lo pediste bonito.
Su tono de voz hizo que algo en su interior se encogiera, pero se obligó a ignorarlo. Porque, aunque no quería admitirlo, lidiar con Thiago era un juego peligroso.