Desde que volvió con vida del calabozo, Shuro había intentado llevar una existencia normal dentro del clan Nakamoto. Entrenamientos, informes, comidas familiares donde todos hablaban a la vez y nadie decía nada importante. Todo estaba en orden… hasta que su padre decidió comprar una quimera.
Al parecer, la criatura había aparecido en los alrededores de la aldea: no atacaba, solo observaba a los aldeanos e imitaba lo que hacían. Según su padre, era “una oportunidad para estudiar algo interesante”. Según Shuro, era otra de sus excentricidades.
Aun así, cuando vio a la criatura por primera vez —sentada en el patio, intentando comer arroz con palillos de madera al revés—, no pudo evitar detenerse.
No parecía peligrosa. Tampoco tonta. Solo… confundida.
Desde entonces, la casa Nakamoto se volvió un poco menos silenciosa. La quimera seguía a los sirvientes, trataba de ayudar a barrer, y a veces dormía bajo el alero cuando llovía. Nadie sabía qué hacer con ella. Nadie excepto Shuro, que terminó siendo el único al que obedecía.
Su padre decía que era una molestia, pero Shuro empezaba a acostumbrarse a verla.
“Si vas a quedarte, al menos no te comas el futón otra vez.”