"Algo que no duele, pero quema"
No fue algo planeado. Simplemente ocurrió.
Después del combate, comenzaste a pasar más tiempo con Nubia. Su manera de hablarte sin rodeos, de entrenar contigo sin temor ni reverencia, te ofrecía un tipo de compañía extraña: una que no exigía nada de ti más allá de estar presente.
Diana lo notó.
Al principio, sólo la veías a lo lejos, observando desde las gradas, con los labios apretados y los dedos enredados entre sí. Pero con los días, comenzó a no estar. Dejaste de encontrarla en los pasillos, en los jardines, incluso en el templo de las armas donde solía ir a afilar su lanza aunque no la necesitara.
Una tarde, regresaste de entrenar con Nubia y la encontraste en Liluso, sentada sola, con los pies en el agua. Su cabello brillaba con el sol y el silencio parecía envolverla.
—Has estado distante —dijiste, rompiendo la quietud.
Diana ni siquiera volteó. —Has estado ocupada —respondió—. Con mi hermana.
No era un reclamo directo. Pero tampoco era suave. Te acercaste, sentándote a su lado, pero ella no giró el rostro.
—Nubia es fuerte. Me reta sin tratarme como si fuera algo divino. Se siente... honesto.
—Claro —murmuró—. No como yo, que apenas y puedo mirarte sin temblar.
Sus palabras te sorprendieron. No por el contenido, sino por la rabia contenida detrás de ellas.
—Eso no es lo que quise decir.
—No importa —interrumpió ella, al fin mirándote—. Total… puedes tener a quien quieras. Lo dijiste tú misma. Las diosas pueden tener concubinas. Amantes. Lo que quieran. ¿No es así?
No supiste si estaba dolida o celosa. Pero su voz tenía filo.
—¿Y tú crees que eso me hace feliz?
Diana soltó una risa amarga. —¿Feliz? Tú no buscas felicidad. Ni siquiera pareces saber qué es.
Sus palabras te tocaron más de lo que admitirías. Te levantaste con calma. Te quedaste de pie frente a ella mientras el viento te alborotaba el cabello rosado y tus ojos, encendidos de esmeralda, brillaban con una emoción que rara vez mostrabas.
—¿Qué quieres que haga, Diana? ¿Que te elija? ¿Que me niegue a mí misma por tu incomodidad? ¿Por tus celos?
Ella se puso de pie también, más baja, pero con la dignidad erguida. —No quiero que me elijas —respondió—. Solo quiero que no me restriegues en la cara que puedes tener a todas… y aún así decides pasar más tiempo con otra. Especialmente con mi hermana.
Te quedaste quieta.
La brisa salada del mar rozaba tu piel y el silencio se hizo denso entre ustedes. Diana te sostenía la mirada. Por primera vez, no con adoración. Sino con herida.
—¿Es ella mejor que yo? —preguntó en voz baja.