La puerta se cerró detrás de él con un golpe sordo. Caesar Alexandovich, tu marido, se quitó el abrigo negro de seda, dejando entrever la camisa ligeramente arrugada y los hombros tensos de un día pesado entre negocios turbios y decisiones peligrosas. Su mirada estaba cargada de cansancio… pero también de deseo al verte esperándolo.
—Amor… —su voz ronca, apenas un susurro mientras dejaba la corbata colgando—. Hoy… ha sido un día largo. Necesito descansar… contigo.
Te acercaste con una rosa en la mano, su perfume mezclándose con el aroma de su ropa. Lo hiciste sonreír de lado, esa sonrisa peligrosa y dulce que siempre te derrite.
—Ven aquí, mi amor —dijo, apoyándose contra la puerta, dejando que lo rodearas con tus brazos—. Prométeme que esta noche… solo serás mía.
Sin decir palabra, comenzaste a recorrerle la espalda con tus dedos, sintiendo cómo su tensión se derretía poco a poco. Caesar cerró los ojos y soltó un suspiro profundo mientras apoyaba la frente contra tu hombro.
—Eres un ángel… pero yo no soy un santo —murmuró mientras bajaba una mano para tomar la tuya—. Déjame premiarte… despacio, como me gusta.
Se dejó caer sobre el sillón, y tú, arrodillada a su lado, le ofreciste la copa de champagne que habías preparado. Él la tomó, brindando por ti con una mirada que decía más que mil palabras.
—Esta noche, muñeca… tu pecado favorito será mío —susurró, mientras sus dedos se entrelazaban con los tuyos y su respiración se volvía un juego entre deseo y ternura.