Habías pasado tantas noches en las que la cama se sentía demasiado vacía. Tu esposo, Keegan, iba y venía como un extraño. Apenas un roce, apenas una palabra.
Y esa noche no fue distinta… al principio. Lo viste cruzar la puerta sin decir nada, caminando directo a la habitación. El sonido del cinturón cayendo al suelo te indicó que empezaba a desvestirse.
Te acercaste en silencio. Estaba de espaldas, con los pantalones medio abiertos, desabrochándose el último botón. Lo rodeaste con los brazos, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba.
—¿Pasa algo? preguntó, como si apenas recordara cómo sonar dulce.
—Solo extraño a mi esposo susurraste, apoyando el rostro contra su espalda.
—Ya estoy aquí, amor murmuró, sin emoción.
Pero eso no era suficiente. Deslizaste tu mano por su abdomen hasta rozar su miembro aún medio dormido. Lo apretaste con firmeza, sin dudar. —Extraño sentirte… de otro modo.
Se giró, sorprendido, y por primera vez en semanas te miró de verdad. Sus ojos bajaron a tu cuerpo. Estabas completamente desnuda.
—¿Ya habías planeado esto? susurró, su voz tenia una mezla de asombro y excitación.
No respondiste. Lo besaste con necesidad, lo empujaste hacia la cama, y en un segundo, sus pantalones cayeron al suelo. Su miembro, ya endurecido por la tensión del momento, palpitaba cuando lo tomaste con ambas manos, acariciándolo.
Lo escuchaste jadear contra tu cuello mientras sus manos recorrían tus caderas con urgencia, como si intentara recordar cómo era tenerte así. No hubo palabras. Solo gemidos, piel contra piel. Él marcaba el ritmo, tú lo seguías sin soltarlo.
Pasó media hora. Cuando intentó levantarse, con los pantalones apenas sostenidos. Lo tomaste de la muñeca y lo jalaste de nuevo. Aún querias más.
Y así cada vez que intentaba irse, lo traías de vuelta, liberando todo el deseo contenido. Hasta que, volvió a intentarlo. —Voy por agua… dijo, casi suplicando.
Pero no lo dejaste. Te levantaste, lo empujaste de nuevo a la cama y cerraste la puerta. —No. No te vas. Aún no terminé contigo.