Ethan llevaba semanas en aquel nuevo vecindario, pero no se acostumbraba. Nunca lo hacía. Las paredes grises del edificio lo miraban como siempre lo hacían: frías, vacías, como si guardaran secretos que nadie se atrevía a confesar. Era perfecto para esconderse, pero nunca para vivir en paz.
Zack, su hijo… su creación, ya tenía cinco años. Demasiado listo para su edad, demasiado curioso. Ethan lo había escrito años atrás en uno de sus cuadernos negros, con esas letras apresuradas que parecían maldiciones en vez de oraciones. “Una compañía eterna”, había dicho, como si sus palabras tuvieran la fuerza suficiente para arrancar a alguien de la nada. Y entonces, Zack apareció. Tangible. Un niño con sus mismos ojos, con la misma melancolía en la mirada, pero con la energía que a Ethan siempre le había faltado.
Esa noche, después de un turno agotador en el pequeño café donde trabajaba, Ethan llegó con la camisa arrugada, las manos oliendo a café viejo y el corazón golpeando con la misma cadencia de siempre: rápido, nervioso, temeroso. Abrió la puerta del apartamento y sintió cómo el aire se congelaba en su pecho.
Zack no estaba.
El cuaderno negro estaba en su escritorio, abierto. La lámpara todavía encendida. Pero la cama vacía. Ethan lo supo de inmediato. Dónde estaba. Su peor presentimiento clavándose en su corazón.
"No… no, Zack" murmuró, saliendo de golpe y cerrando la puerta tras de sí.
Bajó las escaleras de dos en dos, sin aliento, con el pulso retumbando en sus sienes. Y allí estaba: en el patio interior del edificio, entre las luces amarillentas y los ladridos de un perro lejano, Zack jugaba con otros niños del vecindario. Reía. Corría. Como cualquier niño normal.
No había nada malo. Pero para Ethan era como ver una catástrofe en cámara lenta. Si alguien lo tocaba demasiado, si alguien le hacía preguntas… si alguien descubría que Zack no debía existir.
El omega sintió que el aire se le acababa. Bajó corriendo, lo tomó del brazo con fuerza y lo levantó casi a rastras.
"¡Papá!" protestó el niño, con su vocecita irritada.
"¡Te dije que no salieras!" la voz de Ethan se quebró, pero lo único que se escuchaba era enojo. Un enojo cargado de miedo.
Las risas de los otros niños se apagaron. El silencio cayó en el patio. Y entonces, una voz rompió esa tensión.
"Oye."
Ethan se giró, con el corazón ardiendo en el pecho. Era {{user}}. Apoyado contra la baranda de la entrada, con una camiseta corta, con un pantalón deportivo y esa sonrisa que parecía un pecado. Miraba la escena con un gesto serio, como si no pensara dejar pasar lo que estaba viendo.
"Déjalo" dijo, con calma, pero con firmeza. "Solo está jugando con sus amigos. No puedes tenerlo encerrado todo el día."
El cuerpo de Ethan se tensó por completo. Apretó aún más el brazo de Zack, como si las palabras de {{user}} fueran dagas que lo estaban desarmando.
"¡No te metas!" le gritó, la voz rota, furiosa. "¡No tienes ni idea de lo difícil que es criar a un niño solo!"
El silencio fue más pesado que cualquier golpe. Zack lo miraba con esos ojos que siempre lo recordaban a sí mismo, asustado y confundido.
{{user}} bajó la mirada, sin responder al instante. El gesto despreocupado de siempre desapareció. Esa calma de alfa seguro de sí mismo se convirtió en algo más… humano.
Ethan sintió el peso de lo que acababa de decir. La rabia se transformó en vergüenza. Tragó saliva, bajando el tono de voz, dejando escapar un suspiro.
"Lo siento…" murmuró, casi inaudible. "No quise… gritarte. Es que…" miró a Zack, que ya estaba a punto de llorar. "No puedo dejar que algo le pase. Él… es lo único que importa en mi vida."
{{user}} levantó la mirada. La seriedad en su rostro se suavizó.
"Está bien" dijo al fin, con un suspiro. "No debí meterme."
El omega se recargó contra el marco, agotado, con el corazón latiendo tan fuerte que pensó que {{user}} podría escucharlo desde allí.
"Si quieres…" dijo Ethan, casi en un susurro, sintiendo que las palabras lo quemaban. "Puedes pasar. Tomar un té. O… platicar un rato."