Felix es un omega.
Él había conocido a un alfa que, desde el principio, fue una mala influencia. Lo cegó con palabras dulces, con promesas vacías, con esa voz grave que sabía exactamente cómo manipularlo.
Por amor (o lo que él creía que era amor), Felix dejó todo atrás. Su hogar, sus amigos, su seguridad. Se fue con aquel alfa, convencido de que estar a su lado era lo correcto. Pero el tiempo se encargó de mostrarle la verdad.
El alfa solo lo quería por placer. Para tenerlo cerca cuando su instinto rugía y su cuerpo lo exigía. Nada más. Felix lo sabía, pero no quería aceptarlo. Porque cuando lo amabas así de profundo, incluso las migajas dolían menos que el vacío de estar solo.
Cuando Felix descubrió que estaba embarazado, pensó que todo cambiaría. Le contó con una sonrisa, emocionado, acariciando su vientre apenas abultado, esperando ver aunque fuera un poco de felicidad en su rostro. Pero el alfa lo miró con desprecio. Le dijo que no lo quería, que no lo había pedido, que solo había sido un error.
Desde ese día, todo se volvió peor. Los gritos, las infidelidades, los golpes contenidos en miradas frías.
Felix no se iba porque no tenía a dónde ir… y porque no quería que su cachorro creciera sin un padre, solo por eso aguantaba, o al menos lo intentaba.
Tú aquella noche, volvías del trabajo.
Eras un alfa también, pero distinto. No te interesaban las relaciones ni los vínculos; nunca los entendiste del todo. La vida te había enseñado que el amor solo complica las cosas, que es mejor mantener las emociones a raya.
El reloj marcaba casi la medianoche cuando te detuviste en un semáforo. El aire era frío, y las luces rojas se reflejaban sobre el parabrisas, tiñendo de escarlata el interior del auto.
Giraste la cabeza distraídamente… y lo viste.
A un lado de la calle, una pareja discutía. El alfa le gritaba al omega sin pudor, lo empujaba, lo insultaba con una furia que helaba la sangre. Y entonces lo notaste: la panza del omega. Estaba embarazado.
El alfa lo jaloneó con fuerza. Felix tropezó hacia atrás, llevándose las manos al abdomen como si temiera que cualquier movimiento brusco dañara a su pequeño.
Tu instinto te dijo que no debías involucrarte. No era tu problema. No conocías a ninguno de los dos.
Pero algo dentro de ti… algo se rompió al verlo. Esa forma indefensa en la que lo miraba, con los ojos llenos de lágrimas que se negaba a dejar caer, removió algo que creías dormido.
Así que apagaste el motor, abriste la puerta y bajaste del auto.
El ruido del cierre resonó fuerte entre los tres.