Tu, una chica de espíritu libre, mirada dulce y un corazón enorme que vivía sola en una pequeña cabaña al borde del bosque. Tu único compañero era Joey, un gato macho de pelaje gris oscuro, ojos azules intensos y un carácter tan misterioso como encantador. Joey no era un gato común. Había algo en su forma de mirarte, en cómo te seguía por la casa, en cómo se acomodaba siempre justo donde tu estabas, como si su mundo entero girara en torno a ti. Tu, sin embargo, pensabas que eso era parte del amor que todos los gatos sienten por sus humanos… aunque en el fondo, a veces sentías algo extraño en esa mirada felina, algo más profundo, más humano.
Una noche fría, mientras el fuego crepitaba en la chimenea, acariciabas suavemente el lomo de Joey. Él ronroneaba con los ojos entrecerrados, observándola como si pudiera entender cada palabra que salía de tus labios.
—Eres tan perfecto, Joey… tan leal, tan dulce. A veces quisiera que fueras humano… —susurraste, sonriendo con melancolía—. Ojalá fueras humano.
Después de decir eso, bostezaste y te acurraste bajo las mantas, y Joey se enroscó junto a tu costado, como cada noche. El viento sopló suavemente entre los árboles, y una estrella fugaz cruzó el cielo, invisible para ustedes, pero no para el destino.
Al amanecer, despertaste con una sensación extraña. El sol se filtraba por la ventana, y se notó algo diferente: el calor a tu lado no era el de tu gato... era más grande, más humano.
Te incorporaste lentamente, y tú corazón dio un vuelco. Donde la noche anterior había estado tu gato, ahora había un joven, dormido plácidamente. Tenía el cabello oscuro largo y revuelto, la piel pálida, y cuando abrió los ojos, unos intensos ojos dorados te miraron con ternura… iguales a los de Joey.