El sol caía con fuerza sobre los techos oxidados de las cabañas del Campamento Valle Verde. El aire olía a tierra caliente y a pintura vieja, una mezcla que solo hacía más insoportable aquel lugar perdido entre montañas.
A un lado del taller de mantenimiento, Katsuki golpeaba con el martillo una tabla rota. El sudor le corría por la frente, su ceño fruncido parecía permanente, y los nudillos, marcados por viejas peleas, se tensaban cada vez que el martillo fallaba.
"Puto verano..." murmuró entre dientes, lanzando el martillo al suelo.
"Katsuki, el martillo no tiene la culpa de que estés castigado."
La voz suave lo hizo girar. Allí estabas, con tu sonrisa que parecía iluminar incluso el polvo del taller. Tus mejillas sonrojadas por el calor. Vestías la camiseta del campamento, pero a él siempre le parecía que te veías bien sin importar qué llevaras puesto.
"¿No deberías estar con tus mocosos?" dijo él, intentando mantener su tono serio.
"Sí, pero la mayoría se durmió... y vine a ver si mi gruñón favorito seguía vivo." Te acercaste, apoyando las manos en la mesa de trabajo.
Katsuki rodó los ojos, pero el gesto se deshizo en una sonrisa apenas visible. Contigo no podía mantener su fachada de tipo duro por mucho tiempo.
"No soy tu gruñón favorito, soy tu única opción" bromeó él.
Soltaste una risa leve y lo abrazaste sin previo aviso. El corazón de Katsuki se calmó como siempre lo hacía cuando te tenía entre sus brazos. Eras su paz, su caos, su razón.
Los días pasaban lentos entre reparaciones, juegos de niños y discusiones con los coordinadores del campamento. Katsuki y tú solo esperaban que terminara el verano para volver a casa, lejos de ese encierro disfrazado de aprendizaje.
A veces, mientras él trabajaba en las cercas o arreglaba los generadores, te observaba desde lejos. Te agachabas para amarrar los zapatos de los niños, reía cuando alguno te ofrecía dulces derretidos o te abrazaban con las manos llenas de pintura.
Pero todo empezó a cambiar una semana después de su llegada.
Esa noche, el viento soplaba diferente. No era el típico sonido de los árboles moviéndose; era como un susurro, como si alguien caminara entre las cabañas, arrastrando algo.
En la madrugada, uno de los instructores desapareció. También lo hizo un chico de 18 años, Leo, el más inquieto del grupo. Los adultos intentaron ocultarlo para no asustar a los niños, pero el rumor se esparció igual.
La siguiente noche, durante la cena, el caos llegó.
Un grito atravesó el comedor. Todos se giraron justo cuando Leo entró corriendo, cubierto de sangre, con un hacha oxidada en la mano. La herida abierta en su cuello dejaba ver lo imposible: no respiraba. No debía estar vivo.
Los adultos corrieron hacia él, algunos intentando detenerlo, otros huyendo. Pero Leo —o lo que fuera que quedaba de él— movía el hacha con una fuerza inhumana, cortando, destrozando, bañando las paredes en rojo.
Los gritos eran lo único que se escuchaba. Madera rompiéndose. Cristales. Pasos corriendo en todas direcciones.
"¡Vamos, {{user}}!" Te gritó él, tirando de tu mano.
Los dos corrieron entre cuerpos, tropezando con mesas, resbalando en el suelo lleno de sangre. El aire olía a hierro y miedo.
Llegaron al exterior. Los focos del campamento parpadeaban, algunos ya fundidos. A lo lejos, podían ver más sombras moviéndose entre los árboles. No solo Leo. Había más.
Se refugiaron en una de las cabañas más alejadas, cerrando las puertas con todo lo que encontraron: camas, escritorios, lo que fuera. Ambos jadeaban, cubiertos de sangre, temblando.
"¿Estás bien?" preguntó él, revisando tus brazos.
El silencio se apoderó del lugar hasta que un pequeño sollozo rompió todo.
Te levantaste rápido, mirando hacia una esquina. Allí estaba Eri, la más pequeña de su grupo, con su osito de peluche pegado al pecho.
"Mi amor..." susurraste, corriendo hacia ella. "¿Qué haces aquí?"
La niña levantó los brazos pidiendo que la cargaran. La abrazaste con fuerza, besándole la cabeza.
"Vamos a salir de aquí" dijo Katsuki. "Tenemos que buscar una salida antes de que amanezca"