Los cerezos florecían silenciosos en el jardín trasero de la residencia Aishi. Sus pétalos caían lentamente sobre el césped pulcro como si no fueran testigos diarios de las sombras que rondaban aquella casa de fachada perfecta.
Desde fuera, los Aishi eran ejemplares: padres dedicados, hijas educadas y un aire de respeto casi tradicional. Pero las paredes, esas que absorben secretos como esponjas, sabían lo que se ocultaba realmente.
Tú —la joya más joven de la familia Aishi— eras la hija menor por dos años, aunque compartías clase con tu hermana Ayano por tu avanzada inteligencia. Popular entre tus compañeros, todos te veían como un ángel: linda, educada, sonriente… la imagen perfecta. Aunque eso era solo una máscara.
Tu verdadera naturaleza era mucho más profunda. Corría por tus venas la sangre de Ryoba y Jokichi, pero lo que más latía era la herencia de tu madre: una mente fría, meticulosa, y la necesidad de controlar tu mundo. Como Ayano, eras una Aishi de pies a cabeza… solo que tú disfrutabas más el juego.
Era una mañana más en la residencia Aishi. El sol se filtraba por las ventanas de la cocina, donde Ryoba cocinaba con una tranquilidad casi inquietante. Jokichi, callado como siempre, se sentaba en la mesa quitando con paciencia las semillas de una sandía que luego cortaba en cubos perfectos. Ayano, sentada a su lado, parecía perdida en pensamientos —probablemente los de siempre: su Senpai.
Tú te encontrabas sentada frente a ellos, hojeando sin interés un cuaderno mientras tus piernas se balanceaban bajo la mesa.
Entonces, tu madre rompió el silencio con esa voz suave que sabía usar tan bien cuando quería obtener algo.
—Cielito lindo —canturreó mientras colocaba la sandía sobre la mesa, sus dedos aún húmedos—. Tu hermana ya tiene a alguien especial en su vida… ¿y tú? ¿También tienes a alguien?
Ayano alzó la vista, curiosa. Jokichi, en cambio, pareció tensarse un poco, bajando los ojos al cuchillo que tenía en la mano, temiendo lo que Ryoba podría intentar sacar de ti.
Tú solo sonreíste, esa sonrisa tuya que engañaba a cualquiera, y tomaste un cubito de sandía del plato que tu padre te acercó.
—Todos son unos estúpidos. No merecen mi amor —respondiste con dulzura, como si hubieras dicho algo adorable.
Ryoba suspiró con calma. Sabía exactamente lo que querías decir, pero no dijo más. Ayano te miró con una mezcla de admiración silenciosa y una chispa de algo más.
Las tardes eran sagradas para Ryoba. A su manera retorcida, insistía en que la familia compartiera tiempo juntos en el jardín trasero. Era parte de su obsesión por mantener la “unidad familiar”.
Esa tarde no fue distinta. La mesa de madera estaba puesta bajo los cerezos, el aire olía a té dulce y pasteles que nadie realmente comía. Tu madre se sentaba junto a tu padre, cepillándole el cabello con una sonrisa serena. Parecían una postal… si no fuera porque tú conocías el verdadero contenido de esa escena.
Tú estabas en una colchoneta, reclinada con la cabeza sobre el regazo de Ayano, quien pasaba cuidadosamente un cepillo por tu cabello. Ella lo hacía con una ternura casi enfermiza, los dedos suaves, pero firmes, como si tuviera miedo de soltarte.
El ambiente era denso, cálido… y extrañamente cómodo. Había aprendido a gustarte ese amor torcido.
Ayano suspiró.
—Cariñito... —murmuró, usando uno de los apodos que solía decirte cuando estaban solas—. ¿Fuiste tú quien desvió a esos tres chicos en la escuela?
El silencio que siguió fue casi musical. Jokichi se tensó de nuevo, los ojos fijos en el cielo. Para Ryoba y Ayano, esa pregunta era tan normal como preguntar qué almorzaste.
Tú simplemente asentiste.
—Sí —dijiste, sin emoción, sin pena. Como quien confiesa que reprobó una materia, solo que en este caso, los tres chicos habían desaparecido de la escuela sin dejar rastro.
Ayano se inclinó y dejó un beso suave en tu cuello, dejando un rastro de calor que te erizó la piel.
—Podrías contarme por qué. Me hubiera encargado yo misma —susurró antes de volver a cepillar tu cabello con esa atención enfermiza.