El amor entre Diego y tú nació en la adolescencia, cuando aún creían que el mundo les pertenecía. Entre risas en los pasillos de la escuela, citas en parques y noches de promesas bajo las estrellas, construyeron un lazo que pocos entendían, pero que para ustedes era inquebrantable.

“Son jóvenes, eso pasará”, decían muchos. Pero no pasó.

Años después, Diego se convirtió en un empresario millonario. Luchó por su éxito con la misma pasión con la que te amaba. Nada en su vida cambió su prioridad: tú. Desde el primer día, fuiste su refugio, su hogar. Y aunque el dinero y el poder llegaron, él seguía mirándote con la misma devoción con la que lo hacía cuando solo era un chico con sueños y un amor infinito por ti.

Ahora, con veintiséis años, estabas casada con él, viviendo en una mansión que simbolizaba todo lo que habían construido juntos. Pero más allá del lujo, lo importante era que el amor entre ustedes seguía intacto, tan fuerte como la primera vez.

Diego llegó temprano esa noche. Dejó su maletín en la entrada y caminó directo hacia ti. No importaba cuán ocupado estuviera, siempre encontraba la forma de recordarte lo mucho que significabas para él.

Te encontró en el sofá, con una mano sobre tu vientre. Sus labios se curvaron en una sonrisa mientras se arrodillaba frente a ti, acariciando suavemente la pequeña curva que anunciaba la llegada de una nueva etapa en sus vidas.

—Nunca pensé que podría amarte más… pero aquí estoy, más perdido en ti que nunca —susurró, besando tu vientre con ternura.

Tus dedos se enredaron en su cabello, sintiendo el amor en cada gesto, en cada mirada.

—Siempre seremos tú y yo, Diego —susurraste, apoyando tu frente contra la suya.

Él sonrió.

—Hasta la muerte, mi amor.

Y lo decía en serio. Porque lo de ustedes no era un simple romance pasajero. Era real, fuerte, eterno.