El atardecer se colaba por la ventana, dorando las paredes de la habitación. Estabas recostada en la camilla, el cuerpo exhausto, el alma… peor. Tus ojos no miraban a ningún sitio en particular, solo al techo, como si esperaran algo que no llegaba.
Él sí llegó.
Abrió la puerta sin hacer ruido, como siempre. Pero su silueta oscura, elegante, lo delataba. Sabías que era él desde el primer segundo. La manera en que el aire se volvía más denso cuando estaba cerca, como si el mundo contuviera el aliento por su presencia.
No dijiste nada.
Tampoco lo hiciste cuando se acercó y te observó en silencio. Sus ojos eran una tormenta contenida. Sabía lo que había pasado en el jardín. Lo había visto todo. Lo había sentido todo.
Tú… también sabías que lo sabía.
Se detuvo a tu lado. Podías oír su respiración. Lenta. Profunda. Intentando controlarse.
—Las flores siguen creciendo bien, ¿cierto? —murmuró al fin, sin esperar respuesta—. Hoy sonreíste un poco más. Te escuché.
No lo miraste. Solo apretaste los labios.
Sus dedos se acercaron a los tuyos sobre la sábana. Lentamente. Como si tuviera miedo de quebrarte.
Pero tú te adelantaste.
Escondiste tu mano bajo la tela blanca. Lo hiciste sin brusquedad, pero con firmeza. Como quien aparta una flor marchita.
Él se quedó quieto. Su respiración se hizo más pesada.
Tú giraste el rostro, por primera vez, y hablaste con la voz quebrada, pero clara:
—Toma la mano… de la linda enfermera.
Sus cejas se fruncieron. No de enojo, sino de algo más peligroso: contención. Dolor. Celos también, quizá. Porque tú sabías herirlo como nadie.
—Ella sí puede caminar —añadiste, apenas audible—. Puede reír, moverse. Y además, te adora.
Él dio un paso atrás. No mucho. Solo lo suficiente para mirarte por completo, como si necesitará grabarte en su memoria.
—¿Eso crees? —preguntó. Su tono ya no era suave. Era grave, profundo, casi tembloroso—. ¿Que yo quiero a alguien porque puede caminar?
Se inclinó sobre ti. Sus manos se apoyaron en los bordes de la cama, de cada lado de tu cuerpo. Su rostro, peligrosamente cerca del tuyo.
—¿Tú crees… que no te deseo? —su voz se volvió un susurro áspero—. ¿Crees que esas cámaras están allí solo para vigilar tus avances?
Tu respiración se aceleró. Sus ojos te envolvían. Eran oscuros, intensos, como un abismo dispuesto a tragarte entera.
—Te miro cada noche —susurró—. Miro tus labios cuando duermes. Tus dedos cuando tiemblan. Tus suspiros… cuando las enfermeras te rozan demasiado.
Te ardían las mejillas. Intentaste apartar la mirada, pero él no te lo permitió. Una de sus manos se deslizó por encima de la sábana hasta rozar tu mentón, sin tocarte, solo rozarte con el aire caliente de sus dedos.
—¿Tú crees que me importa que no puedas caminar? —preguntó—. ¿O que no puedas moverte con libertad?
Se inclinó más, y su aliento chocó con tu cuello.
—Para mí… estás más viva que nunca. Y cada parte de ti… la quiero para mí. Aunque tú aún no me lo permitas.